La realidad de las cosas solo se conocen cuando
se indagan con profundidad sus verdades, y cuidado que, aún así, pueden esfumarse
algunos resquicios que hagan invalidar la certezas de nuestros juicios, o al
menos restarles contundencia.
En ocasión de haberse leído el dispositivo
de la decisión emanada del Segundo Tribunal Colegiado del Distrito Nacional,
relativo al por todos conocido expediente de la joven y talentosa ingeniera Francina
Hungría Hernández, aquella que fuera objeto de intento de asesinato cuando sus
perpetradores en huida, luego de delinquir contra otra víctima, la asaltaron, arrastraron
fuera de su vehículo, le dispararon a la cara, dejándola por muerta en plena
luz del día, en pleno centro de la ciudad de Gazcue; muchos desde los medios de
comunicación se atrevieron a desparramar todo tipo de comentarios pueriles y deleznables
en su contra y de las mismas magistradas que componen dicha instancia de
justicia, con cuyos análisis retorcidos por la ignorancia que caracterizan a
sus promotores, se intoxicó a la opinión pública, la que carente de los
conocimientos que la praxis jurídica amerita, absorbió, en parte, las dosis
envenenadas suministradas.
Reza el dispositivo comentado que como resultado
del proceso al cual fuera sometido el expediente contra los imputados de
haberle causado la invalidez visual total a la ingeniera Hungría, cinco en
total, solo uno de ellos resultó condenado, ipso
facto, a la pena máxima que registra nuestro Código Penal (30 años de reclusión),
y por el hecho de haber sido descargados cuatro, se quiso interpretar que desde
esta judicatura se estaba quebrantando el orden jurídico que los jueces deben
resguardar con sus decisiones.
La distracción mediática, entendemos que por
sobresalir más de lo aconsejable, les impidió agudizar en asuntos de extrema
importancia como es el hecho de que deben coincidir una serie de elementos que
justifiquen la aplicación de una medida sancionatoria a un imputado, en donde
el hecho propiamente dicho, según la norma procesal penal actual, no es lo que
mueve a la condena, sino más bien, la vinculación que se haga del imputado con
el hecho, a partir de lo cual, las pruebas juegan un papel preponderante.
Las pruebas devienen en ser pues, la materia prima por excelencia para los jueces juzgar los casos sometidos a sus respectivas jurisdicciones, y son los actores que intervienen en los expedientes los que deben proporcionarlas sin dilación, dentro de los plazos y en las formas que dispone la norma. Un hecho delictual por significativo y llamativo que sea a la atención pública, puede quedar impune inclusive, en la más inverosímil de las eventualidades, si las pruebas no se tramitan adecuadamente.
Los actuaciones de los jueces, y el de
todos los actores que interactúan en el escenario de la justicia penal, en el
estadio actual de nuestro derecho, están sometidas al principio de legalidad,
lo que es igual a decir que deben quedar sujetadas sus actuaciones de manera
total y absoluta a los dictámenes que están instituidos en los cánones legales
que rigen a todos por igual, es lo que llamamos el deber de sumisión a la
norma.
Ya desde antes del surgimiento de las
nuevas olas doctrinarias y legales que han invadido el mundo de las ciencias
penales modernas, la Escuela Positivista del derecho penal, y más del ingenio
de uno de sus más agudos protagonistas, Enrico Ferri, se alardea que:
“…la
ficción jurídica obliga al juez en convertirse en una especie de maniquí, esta
llamado a ignorar -por una ficción jurídica- las condiciones y palpitaciones de
su existencia física, intelectual y moral y del que luego tampoco volverá a
saber, una vez que haya sido sellado con un artículo de la ley”[1].
Bajo el arquetipo de principios como el
mencionado es que el papel de los jueces en el actual sistema de juzgamiento y
sanción de los crímenes y de los delitos, está marginalizada, contrario a como
otrora en el que la competencia del juez le permitía ordenar la instrucción de
cuantas medidas fueren necesarias con tal de esclarecer entuertos y llegar a la
verdad.
Los jueces de hoy están solo para juzgar
las pruebas que les son aportadas, correspondiéndoles a los demás actores del
sistema la obligación de la investigación, recolección, conservación, trámites y
aportes de estas.
Los argumentos sostenidos por
las juezas Sara Veras[2], Ingrid
Soraya Fernández, y Gisel Soto, en el caso de Francina para
justificar su fallo, contenidos en el cuerpo de la sentencia dada a conocer
posteriormente, evidencian que actuaron con competencia sobrada y que dicha
decisión se sustenta bajo los escasos elementos probatorios aportados tanto por
el Ministerio público como por los abogados de la víctima, por lo cual nada
tenemos que reprocharles a éstas dignas magistradas, sino todo lo contrario,
debemos reconocerlas por haber actuado con tanta valentía, en la que sin
importar que tan sonado haya sido el caso de marras en la opinión pública, esto
no tenía porque llevarlas a llenar las expectativas del circo mediático, por lo
que prefirieron sujetarse a la norma y de ella emanar la decisión que entendían
técnicamente correcta.
Damos nuestro voto de confianza a las magistradas,
incluyendo a la del voto disidente, por haber actuado todas con semejante
independencia de criterio y por haber puesto en práctica el conocimiento
técnico y científico de que están dotadas, por lo que con sobrada justificación
ostentan la calidad de tales. Corresponde en lo adelante al ministerio público borrar
la mala imagen que ha dejado al desaprovechar la oportunidad de oro que la
circunstancia le brindó para hacer lucir a esta institución, la que no puede
alegar que por falta de recursos ha fracasado en hacer valer un caso digno de
haber tenido una mejor suerte. De seguro
que en la apelación dispondrán de mayor empeño.
Una sociedad mediatizada por protagonistas insulsos,
superfluos escandalizadores e ignaros, no logra alcanzar ninguna meta de
superación.
Algún profesor en las aulas universitarias
solía utilizar la frase de Mao Tse Tung que reza: “Quien no estudia ni investiga, no tiene derecho a la palabra”[3].
Esta se convirtió para nosotros en una verdad incontrovertible, y por lo visto
todos aquellos que intentaron flagelar la dignidad de las juezas acusándolas de
incompetentes entre otros desconcertantes epítetos, no hacen ni una cosa ni la
otra, por lo que en consecuencia, ninguno tiene derecho a la palabra.
Salomón Ureña BELTRE.
Abogado y Notario.
Wamcho’s father.
809-353-5353
0 comments:
Publicar un comentario