El Artículo 546 del Código Civil dispone con aparente simplicidad que “La propiedad de una cosa, mueble o inmueble, da derecho sobre todo lo que produce, y sobre lo que se le agrega accesoriamente, sea natural o artificialmente. Este derecho se llama de accesión.”
A primera vista, parecería un tecnicismo jurídico anodino: el dueño de un árbol es dueño de sus frutos; el propietario del terreno es dueño de lo que en él se edifica. Sin embargo, detrás de esta cláusula late una de las ideas más profundas y controvertidas de la teoría de la propiedad: la propiedad como un poder expansivo, voraz, que absorbe todo lo que toca, lo que crece, lo que se adhiere.
La accesión no es un simple complemento del dominio; es su mecanismo de crecimiento natural. El derecho se comporta como un organismo vivo que se alimenta de lo que la cosa produce o recibe. De ahí que Jean Carbonnier, en su célebre Droit civil, señalara que la accesión es “la vocación de la propiedad a prolongarse más allá de sí misma, a proyectarse en el tiempo y en el espacio”.
Lo que el artículo consagra no es solo una regla práctica; es un principio filosófico: la propiedad nunca se conforma con ser un límite, busca extenderse. Como advirtió Hegel, la propiedad es “la primera existencia de la libertad”, pero también es su paradoja, porque el espíritu se reconoce en lo que posee, y, al hacerlo, convierte al mundo en prolongación de sí mismo.
En la práctica social, la accesión va mucho más allá de los frutos de un árbol. Se traduce en fenómenos de acumulación y concentración. ¿Quién es dueño del subsuelo, de las aguas, de los minerales, de las construcciones que se adhieren a la tierra? El artículo 546 responde con contundencia: el propietario del suelo. Así, el derecho de accesión se convierte en el andamiaje invisible que legitima el dominio absoluto sobre la producción y los agregados, naturales o artificiales.
Desde una mirada crítica, Pierre Bourdieu nos recordaría que estas construcciones jurídicas no son neutrales: “el derecho consagra, bajo formas aparentemente técnicas, relaciones de fuerza y estructuras de dominación”. La accesión, entonces, no es una regla inocente; es un dispositivo legal que asegura que el poder económico se expanda automáticamente con la producción de la tierra y de las cosas.
En sociedades marcadas por la desigualdad estructural, como la nuestra, este principio no es solo una norma de propiedad, sino un mecanismo que perpetúa la concentración de riqueza y reproduce la asimetría social. Lo que produce la tierra, sea fruto, edificio o riqueza extractiva, pertenece, sin discusión, al propietario, no al trabajador ni al colectivo.
El artículo 546 revela la doble cara de la propiedad: garantía de seguridad jurídica y motor de inequidad estructural. Por un lado, asegura certeza: lo que produce una cosa pertenece a su dueño. Por el otro, legitima una expansión sin límite del dominio, donde el propietario absorbe automáticamente beneficios que a menudo son fruto del trabajo de otros.
El desafío contemporáneo es preguntarse: ¿puede un principio concebido en el siglo XIX seguir aplicándose sin matices en sociedades donde la justicia social exige repensar la propiedad no solo como un derecho, sino como una función? León Duguit ya lo anticipaba cuando planteó que la propiedad debía reconceptualizarse como una institución social, vinculada al cumplimiento de una función que beneficia al colectivo.
Aquí es donde la reflexión se vuelve ineludible: ¿seguiremos entendiendo la propiedad como un derecho expansivo y absoluto, o la replantearemos como un derecho condicionado a la justicia distributiva y a la equidad social?
El Artículo 546 del Código Civil es mucho más que una definición técnica. Es el recordatorio de que la propiedad, en su esencia, es un poder que se extiende sobre lo que produce y lo que se le agrega, natural o artificialmente. Pero también es una invitación a cuestionar si ese poder debe seguir siendo absoluto en un mundo donde la desigualdad social amenaza la cohesión misma del orden democrático.
La accesión, lejos de ser un apéndice del dominio, es su corazón expansivo. Entenderla críticamente es comprender que cada fruto, cada agregado, cada accesorio, no es solo riqueza: es poder. Y donde hay poder, siempre hay que preguntar: ¿para quién, contra quién y hasta dónde?
Salomón Enrique Ureña Beltre
Abogado.