La proliferación de puntos de venta de drogas en barrios de ascendencia popular no es un fenómeno conjuntural ni una mera cuestión policial. Es la manifestación visible de fallas estructurales profundas: descomposición del tejido social, economía informal que normaliza la ilegalidad, captura parcial del poder por redes clientelares, y una arquitectura institucional que valida la impunidad. Analizar esos puntos exige ir más allá del estereotipo del “vándalo” o del “maleante”: hay actores, incentivos y circuitos que explican por qué esos nodos se instalan, perduran y se reproducen.
Las teorías de la desorganización social muestran que la densidad poblacional, la precariedad habitacional, la fragmentación comunitaria y la erosión de controles sociales informales crean espacios propicios para economías ilícitas. En esos barrios, la falta de oportunidades laborales formales convierte la venta al detalle en una alternativa de subsistencia para sectores juveniles. La economía ilícita ofrece ingresos inmediatos y, en muchos casos, estatus. Mientras las políticas públicas no produzcan vías viables de inserción, la oferta delincuencial encontrará demanda.
La droga es mercancía cuya presencia obedece a leyes de mercado: oferta, demanda, logística y márgenes. Donde la oferta formal y la regulación son débiles, los intermediarios ilegales ocupan el vacío. Los puntos funcionan como microempresas informales: control territorial, cadenas de suministro, mecanismos de protección y flujos financieros que se entrelazan con la economía legal. Identificar y cortar esos flujos, por tanto, exige capacidades financieras, inteligencia patrimonial y cooperación interinstitucional.
Cuando actores conocidos, con poder económico o conexiones políticas, auspician, toleran o se benefician de esos puntos, la respuesta estatal pierde toda eficacia. La complicidad puede adoptar formas variadas: protección policial selectiva, manipulación de procesos judiciales, blindaje mediático o corrupción administrativa. La tolerancia fomenta expansión y arraigo, y transforma a la delincuencia en un fenómeno estructural que erosiona el Estado de derecho.
Los puntos de drogas no solo producen victimización directa; normalizan formas de sociabilidad degradadas, vulneran trayectorias de educación y empleo, y multiplican riesgos de violencia. La exposición temprana a ese ambiente altera expectativas vitales y reproduce ciclos intergeneracionales de marginación. La destrucción del horizonte de futuro de una generación es un costo que la sociedad no puede permitirse.
La respuesta tradicional ha privilegiado la represión policial con escasa prevención social. Eso ha generado ciclos de contención temporal seguidos de reaparición y desplazamiento territorial. Además, las leyes sobre decomiso de bienes, transparencia financiera y reparación a víctimas suelen aplicarse de forma insuficiente. La ausencia de estándares claros de rendición de cuentas permite que quienes lucran con la ilegalidad queden en la penumbra.
Los puntos de drogas son síntoma de un fallo sistémico: el mercado ilícito aprovecha territorios de abandono, la institucionalidad cuando existe es permeable, y la sociedad paga el peaje en vidas y futuro. La solución exige despliegue coordinado: inteligencia financiera, justicia eficaz, inversión social real y una estrategia urbana que restituya la dignidad del barrio. Quien pretenda respuestas rápidas sin estas piezas está eligiendo la continuidad del problema.
Salomón Ureña Beltre
Abogado