El Estado de Derecho y la Garantía del Derecho de Propiedad: Una Ficción Desnuda en la Escena del Poder

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El Estado de derecho no es más que el maquillaje de una bestia. Se presenta como el gran custodio del orden, pero en su médula, huesuda y rancia, encubre, tolera o participa activamente en el despojo, la desigualdad y la burla de las garantías constitucionales. Entre ellas, el derecho de propiedad, esa joya supuestamente inviolable, ha sido convertido en una presa fácil para las fauces de un aparato estatal voraz, ineficiente y, en muchos casos, coludido.


Si vamos a hablar de garantías, hablemos con brutal honestidad. Si vamos a mencionar el derecho de propiedad, hagámoslo sin el romanticismo de los manuales de Derecho Constitucional. Que se desmoronen los ídolos falsos. Que se exponga el altar de hipocresías en el que se ha transformado la retórica jurídica.


Es la promesa de que el poder será limitado por la ley. Que ningún funcionario podrá, impunemente, pisotear las libertades de los ciudadanos. Pero en la práctica, el Estado de derecho se parece más a una mordaza selectiva: se aplica con puño de hierro al débil, al pequeño propietario, al campesino sin título. Pero se vuelve seda y complicidad cuando el que viola la ley es el propio Estado, una corporación influyente, un político o un invasor apadrinado.


Pregúntese el lector: ¿cuántos casos conoce donde los tribunales ordenan restituir propiedades usurpadas por mafias inmobiliarias o por supuestos movimientos campesinos, y cuántos de esos fallos se cumplen efectivamente? En la mayoría de los países latinoamericanos, el derecho de propiedad no se garantiza: se negocia, se trafica, se chantajea.


La Revolución Francesa proclamó en 1789, con fiereza histórica, que “la propiedad es un derecho inviolable y sagrado”. Pero ese principio fue traicionado desde el primer fusilamiento. Hoy, la propiedad no es un derecho: es un privilegio condicionado al silencio, a la inacción, a la sumisión.


Lo sabían bien Rousseau y Voltaire: donde hay propiedad, hay desigualdad. Pero donde hay Estado sin garantías reales, hay tiranía disfrazada de legalidad. Foucault, con su bisturí filosófico, lo denunció: el poder no sólo reprime, sino que produce realidades. Y una de las realidades que el poder ha producido es esta: el propietario está más expuesto que nunca, y la ley es más un arte de la coartada que una trinchera de defensa.


Las figuras del desalojo administrativo, las expropiaciones arbitrarias, las declaratorias de utilidad pública sin pago justo ni oportuno, y el uso de mecanismos burocráticos para dilatar justicia, han sido las armas con las que el Estado de derecho ha traicionado sus propios postulados.


Más insultante aún es cuando el sistema judicial sirve de brazo ejecutor de intereses oscuros, o cuando sus propios actores, jueces o fiscales, se convierten en agentes del despojo. ¿Qué garantía puede ofrecer un sistema judicial cuyo acceso depende de tu bolsillo, de tu apellido, de tus contactos?


En países donde el Registro Inmobiliario está plagado de irregularidades, donde los catastros están desactualizados y donde los invasores son protegidos por ONGs y discursos populistas, hablar de “garantía del derecho de propiedad” es poco menos que vomitar sobre la Constitución.


Las leyes existen, sí. Algunas hasta están bien escritas. Pero la ley sin aplicación es peor que la ausencia de ley: porque crea la ilusión de seguridad donde sólo hay riesgo; la máscara de justicia donde sólo hay abuso.


El Estado de derecho, en su forma degenerada, se ha transformado en una estructura de sometimiento, una sofisticada arquitectura de impunidad institucionalizada. No es que no funcione: funciona demasiado bien para los intereses de quienes no deben rendir cuentas.


Es ahí donde entra la perversidad: el ciudadano que cree que el Estado lo protegerá porque así lo dice el artículo 51 de la Constitución, o el 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, está condenado. Porque su fe es su debilidad.


Nada que no se defienda con uñas, sangre o inteligencia estratégica está verdaderamente garantizado. Ni tu propiedad, ni tu libertad, ni tu futuro.


El derecho de propiedad no es un regalo del Estado. Es una conquista que debe defenderse a diario. No esperes que la ley actúe por ti. No creas que tener un título te hace invulnerable. En este juego, el Estado no es árbitro: es jugador, juez y a veces hasta ladrón.


El Estado de derecho es, por tanto, una ficción peligrosa si no se transforma en acción vigilante, exigencia constante y confrontación directa con las estructuras de abuso.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Abogado - Notario Público.