La difamación constituye un tipo penal. Está tipificada, está descrita, está sancionada. Sin embargo, persiste en la práctica como si fuese un acto inocuo, intrascendente o sin consecuencias. La ley existe, pero no se ejecuta. Se invoca en voz baja, cuando debería resonar con fuerza.
Difamar es imputar públicamente hechos que afectan el honor, el crédito, la estima o la consideración social de otro. No se trata de opinión, ni de crítica, ni de libertad de expresión. Es una agresión verbal con efectos jurídicos, sociales y psicológicos. La difamación no debate: destruye. No dialoga: sentencia. Y cuando se tolera, habilita la multiplicación de delitos sin rostro ni arrepentimiento.
En la actualidad, muchos prefieren evitar el conflicto. Se sugiere no “perder el tiempo” con acciones penales. Se alega que “no vale la pena”. Que la persona que difama “no tiene con qué responder”. Que “lo mejor es ignorar”. Esa actitud pasiva ha generado un ecosistema de impunidad que beneficia exclusivamente al infractor. Se ha convertido en política de supervivencia no litigar, cuando el ordenamiento jurídico exige justamente lo contrario: acción.
El Código Penal es claro: la difamación y la injuria se castigan. Las consecuencias son penales y civiles. El autor responde con prisión correccional, multa, antecedentes penales y obligación de reparar el daño. La víctima tiene derecho a exigir rectificación, disculpa, compensación y protección judicial. No es una opción simbólica. Es una herramienta activa de restauración de la dignidad lesionada.
La tolerancia frente al delito verbal, difamación, calumnia, injuria, imputación falsa, ha producido una hipertrofia de cobardía jurídica. El aparato judicial rehuye su aplicación con excusas procesales, tecnicismos vacíos o simple desgano. La falta de precedentes sancionadores ha generado la peligrosa percepción de que difamar es una conducta sin castigo. Y como todo lo que no se castiga, se repite.
El que calla, otorga. Pero el que difama y no es confrontado, se fortalece. La inacción jurídica no es prudencia: es complicidad con el delito. El honor no se suplica, se defiende. La reputación no se reconstruye con indiferencia, sino con sentencia. Quien habla para destruir, debe responder. Quien acusa, debe retractarse o ser condenado. Y quien sufre el agravio, debe accionar sin vacilación.
La ley está para cumplirse. Y si el lenguaje puede ser arma, el derecho debe ser escudo y espada.
Salomón Ureña Beltré
Abogado - Notario Público.