George Stinney Jr.: La infancia sentenciada por la historia

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En la primavera de 1944, el mundo estaba inmerso en la Segunda Guerra Mundial, pero en un pequeño rincón del sur de Estados Unidos, otra batalla, más silenciosa, más cruel y más perversa, se libraba contra la dignidad humana: George Stinney Jr., un niño afroamericano de apenas 14 años, era arrestado, juzgado y ejecutado por un crimen que no cometió.


Hoy, su nombre es símbolo de la injusticia penal, el racismo institucional y la brutalidad legal. Su historia no es una fábula del pasado. Es un espejo.


El 23 de marzo de 1944, en la localidad segregada de Alcolu, Carolina del Sur, dos niñas blancas, Betty June Binnicker (11) y Mary Emma Thames (7), fueron encontradas sin vida cerca de las vías del tren. La investigación, sin pruebas físicas, se volcó inmediatamente hacia el pequeño George, quien había sido visto conversando con las niñas horas antes.


La policía lo detuvo sin la presencia de sus padres, abogado o testigos. En un interrogatorio a puertas cerradas, que duró horas, George “confesó”. No hay grabación. No hay documento. No hubo garantías.


El 24 de abril, menos de un mes después del arresto, George fue juzgado en un tribunal compuesto únicamente por hombres blancos. El juicio duró solo 2 horas. La defensa no presentó testigos. El jurado deliberó 10 minutos.


La sentencia: pena de muerte por silla eléctrica.


La fecha de ejecución: 16 de junio de 1944.


El peso del condenado: menos de 45 kilogramos.


El tamaño de su cuerpo: tan pequeño que debieron usar una Biblia como cojín.


En 2014, gracias a los esfuerzos de abogados, historiadores y defensores de derechos humanos, una jueza del circuito de Carolina del Sur, Carmen Mullen, anuló la sentencia. Reconoció que el proceso fue una burla: sin debido proceso, sin defensa adecuada, sin juicio justo.


El caso de George Stinney Jr. no solo desnuda el racismo estructural de un sistema judicial segregado. También nos interpela hoy:


¿Cuántas veces la ley se aplica sin humanidad?


¿Cuántas veces la pobreza es sinónimo de culpabilidad?


¿Cuántas veces los niños son víctimas colaterales de un sistema ciego y sordo?


La historia de George no terminó con la exoneración. Su eco resuena cada vez que un menor es abandonado por el sistema, cada vez que un proceso judicial niega la dignidad.


Hoy, George Stinney Jr. es recordado como la persona más joven ejecutada en Estados Unidos en el siglo XX. Su imagen, pequeño, con los ojos grandes y el miedo desbordado, es la fotografía de un país que, por momentos, ha olvidado su humanidad.


Pero también es el recordatorio de que el poder sin justicia es tiranía, y que la memoria sin conciencia es complicidad.


George no tuvo infancia. No tuvo defensa. No tuvo futuro. Pero hoy, su nombre vive en cada lucha por la justicia, en cada reforma legal que busca blindar la dignidad humana, y en cada corazón que se resiste a aceptar la barbarie como norma.


Porque la justicia no consiste en castigar rápido, sino en proteger con verdad.


Y en su nombre, aún respiramos resistencia.


Salomón Ureña Beltre 

Abogado - Notario Público.

“Nombrar para existir”: El derecho a tener nombre y apellido como núcleo de la identidad jurídica y humana

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Desde tiempos inmemoriales, nombrar ha sido un acto de poder y de dignidad. En el Génesis, Adán nombra a los seres del mundo como expresión de su dominio. En las civilizaciones antiguas, los nombres definían castas, roles y destinos. En el mundo moderno, el nombre y el apellido son mucho más que un trámite registral: son la clave para la existencia jurídica, la base de los derechos de la personalidad y el primer símbolo de pertenencia a una comunidad.


En la República Dominicana, como en muchas otras naciones, este derecho está garantizado legalmente. Sin embargo, la práctica revela una realidad disonante: arbitrariedades administrativas, prejuicios sociales y una cultura jurídica inerte siguen afectando la libertad de los ciudadanos de ser nombrados como deseen o como les corresponde.


El nombre, junto con la filiación, el estado civil, el patrimonio y el domicilio, forma parte de los llamados atributos de la personalidad. Sin él, no hay sujeto legal; sin apellido, no hay pertenencia. El nombre individualiza; el apellido vincula. Como bien expresó Jean Carbonnier, el nombre no solo identifica al individuo, sino que lo inscribe dentro del cuerpo social.


La ley dominicana número 659, sobre Actos del Estado Civil (17 de julio de 1944), acoge este principio y otorga a toda persona el derecho a tener nombre y apellido, permitiendo además su modificación o ampliación bajo procedimientos legalmente regulados.


Existe una noción errónea —extendida incluso entre oficiales del Estado Civil— de que una persona solo puede llevar uno o dos nombres y dos apellidos. Nada más lejos de la realidad jurídica. Nuestra legislación no impone límites cuantitativos al nombre propio ni al apellido. Al contrario, los artículos 80 y 85 de la ley 659 reconocen expresamente el derecho de una persona a modificar, añadir o adquirir nombres y apellidos adicionales, ya sea por filiación, adopción, matrimonio o autorización expresa.


Art. 80: “Cualquier persona que quiera cambiar sus nombres o quiera a sus propios nombres añadir otros debe dirigirse al Poder Ejecutivo por mediación de la Junta Central Electoral…”


Art. 85: “Toda persona mayor de edad y en plena capacidad civil puede autorizar a otra para que lleve su apellido…”


La ley, por tanto, no es el obstáculo. Lo es la ignorancia funcional de quienes deben aplicarla.


El apellido, más que una herencia genética, es un legado cultural. Se transmite por filiación legítima, natural o adoptiva. Pero también puede ser autorizado por un tercero, en casos donde una familia desea perpetuar un apellido en riesgo de desaparecer o cuando el afecto y la voluntad sustituyen el lazo biológico.


Esto se vincula con la práctica francesa, de la cual heredamos parte de nuestro régimen civil. En Francia, se ha reconocido jurisprudencialmente el derecho de una persona a unir a su apellido el de un familiar fallecido, con el objetivo de preservarlo. La República Dominicana no lo ha desarrollado plenamente, pero la posibilidad jurídica existe y puede ser invocada ante los tribunales ordinarios.


Uno de los aspectos más lamentables de nuestra práctica institucional es la negativa injustificada de algunos oficiales civiles a registrar nombres múltiples. Alegan criterios de espacio, conveniencia o “costumbre”, negando el derecho de padres o individuos a elegir libremente la denominación de sus hijos o de sí mismos.


Esta actitud, además de ilegal, es lesiva de derechos fundamentales. El nombre no es un capricho: es una expresión de identidad, de historia familiar, de libertad personal. Impedir su expresión es una forma de violencia burocrática.


Más allá del procedimiento, el nombre y el apellido representan un vehículo de memoria. Una familia puede decidir rendir homenaje a sus ancestros manteniendo vivas sus denominaciones. Así lo hizo Roma, donde ciudadanos notables como Marcus Tullius Marci Filius Cicero cargaban con un nombre tan extenso como su linaje. Hoy, quien desee llamar a su hijo “Juan Pedro Leandro Santiago Lucas Andrés” está plenamente facultado para hacerlo, aunque deba aceptar el reto de convivir con ese extenso legado.


El derecho al nombre y al apellido no puede estar sujeto al capricho de un funcionario, ni limitado por estigmas sociales. Es un derecho originario, anterior incluso a la nacionalidad. Permitir su ejercicio libre y respetuoso es condición para una ciudadanía plena.


Quien no puede decidir cómo se llama, no puede decidir plenamente quién es.


Salomón Enrique Ureña Beltre.

Abogado-Notario.