Código Penal Dominicano: Del Fósil Jurídico a la Promesa de Control Social

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Hay países que han hecho de la ley un baluarte, de la justicia una máquina afinada y del castigo un mensaje inequívoco: “Aquí manda el Estado, no el crimen”. Y luego está la República Dominicana, donde el Código Penal ha sido durante décadas un anciano achacoso, desdentado y miope, incapaz de morder a nadie con poder que supiera dar un par de vueltas en la pista del amiguismo judicial.


Una pieza legislativa de semejante envergadura como un código penal debería provocar una sacudida en la conciencia nacional. Debería, pero aquí provoca bostezos resignados. Y no porque no influya —¡vaya si influye!— sino porque lo hace con la misma eficacia que un paraguas roto bajo un huracán. Nuestro viejo código no era más que un anecdotario normativo, un fósil conservado en tinta, incapaz de responder a fenómenos criminales que ya ni existían cuando fue concebido.


El nuevo texto, a una semana de su promulgación, llega como ese invitado esperado por veinte años que, cuando finalmente aparece, trae bajo el brazo un discurso prometedor y una lista de reparos. La vacatio legis, ese año de gracia, como ya han señalados connotados juristas nuestros, debería servir para pulir los artículos que ya muestran grietas antes de estrenarse. Y sin embargo, la ciudadanía, agotada de esperar, lo ha abrazado casi sin chistar, como quien recibe agua en el desierto sin preguntar si está limpia.


No nos engañemos: durante décadas, la falta de un instrumento de persecución y sanción ejemplar ha sido el fertilizante perfecto para la obscenidad de la impunidad. Hemos cultivado un ecosistema donde el crimen se reproduce sin miedo porque el Estado no tiene colmillos; a lo sumo, tiene encías protocolarias. Y si alguien cree que esto es una exageración, que observe cuántos expedientes penales han muerto de vejez en los archivos mientras sus protagonistas, culpables o no, envejecen cómodamente en libertad.


El nuevo código, en teoría, desmonta viejas estructuras mentales y colectivas, introduce figuras inéditas y elimina categorías obsoletas. Pero su reto no está en el papel, sino en la praxis: en que no se convierta en otra ley de vitrina, bonita para la foto, inútil para el caso.


Lo irónico —y obscenamente triste— es que dos siglos después, nuestro nuevo Código Penal, aún con toda la fanfarria de modernidad, puede parecer menos funcional que aquel francés de 1810. Allá, la sanción era un mensaje de Estado; aquí, sigue siendo una posibilidad sujeta a negociación.


Este nuevo código penal tiene en sus manos dos destinos posibles: ser la pieza que finalmente rompa con la tradición de impunidad o convertirse en un nuevo adorno legislativo, útil solo para discursos y conferencias. El tiempo dirá si este texto se aplica con la fuerza que merece o si, como tantas veces antes, quedará como un recordatorio elegante de nuestra capacidad para producir leyes sin que la realidad se dé por enterada.


Si vamos a estar dos siglos atrasados, al menos copiemos con estilo. Y si no podemos alcanzar la visión de Claude-Ambroise Régnier, Jean-Baptiste Treilhard, Joseph Jérôme Siméon, al menos tengamos la decencia de no seguir haciéndole un homenaje perpetuo a la ineficacia. 



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notaría Central, Abogados.

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