Cuando el Patrimonio se Convierte en Arma: Violencia Económica en el Régimen de Comunidad de Bienes

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Hay una violencia que no deja moretones visibles, pero sí cicatrices profundas y duraderas: la violencia económica. En los matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, esta violencia suele disfrazarse de gestión financiera, decisiones “empresariales” o simples malentendidos contables. Pero no nos engañemos: el control económico, cuando se ejerce para excluir, someter o castigar, es una forma de abuso tan devastadora como cualquier otra.

Nada más habitual que el discurso del “proveedor sacrificado” que se victimiza en cuanto alguien osa exigir rendición de cuentas. Suele comenzar con frases como: “yo mantengo la casa”, “todo lo que tengo lo hice por la familia” o “quieren destruir mi empresa”. Curiosamente, esa “empresa” suele ser un patrimonio común, forjado con el esfuerzo conjunto y protegido por un régimen legal que (en teoría) garantiza igualdad.


Pero en la práctica, la empresa no es de ambos. Es de uno. Y ese uno —por lo general— administra, cobra, dispone, oculta y luego se queja de que el otro “quiere quitarle lo suyo”. Una farsa tan bien ensayada que incluso llega a convencer a quienes la representan.


En este teatro conyugal, el régimen de comunidad de bienes se convierte en una trampa. Lo que la ley define como “común”, en la cotidianidad se convierte en “control exclusivo”. El cónyuge excluido no sólo pierde acceso a los fondos, sino también a la información, al poder de decisión y, eventualmente, a su autonomía. No puede comprar, ni firmar, ni saber. Pero sí puede ser acusado de “atentar contra el patrimonio” si alguna vez reclama lo que la ley ya reconoce como suyo.


La ironía es grotesca: quien ha sido privado sistemáticamente del acceso al dinero, del derecho a decidir y de la posibilidad de incidir en el manejo económico familiar, termina siendo señalado como “la amenaza”. Una inversión perversa del relato donde el verdugo se viste de víctima y el reclamo se convierte en agresión.


Otra joya retórica es la existencia de “acuerdos” que, supuestamente, anulan la violencia pasada y blindan la impunidad futura. Se firman papeles, se prometen cosas, se crea la ilusión de buena fe. Pero detrás del papel, nada cambia. Se incumplen pagos, se ocultan cuentas, se niega información. Y si alguien protesta, entonces es “por ambición”, “por venganza”, “por despecho”.


Al parecer, exigir lo pactado es un acto de provocación.


Y cómo olvidar las reuniones “conciliatorias”: momentos cuidadosamente coreografiados donde el cónyuge excluido es invitado —casi siempre en tono paternalista— a “dialogar”, “entender razones” y aceptar propuestas que suelen beneficiar, casualmente, sólo a una de las partes. Son espacios no de resolución, sino de desgaste. Escenarios de manipulación emocional, opacidad contable y presión psicológica.

Porque en este guión, lo importante no es llegar a acuerdos justos, sino agotar al otro hasta que firme lo que convenga.


Llamemos las cosas por su nombre. No se trata de conflictos conyugales normales, ni de malos entendidos administrativos. Se trata de violencia económica. Se trata de expropiación disfrazada de administración. De sometimiento maquillado como protección. De exclusión patrimonial sostenida por el poder estructural de quien tiene la firma, el sello y las claves de acceso.


La violencia económica es real. Es legalmente reconocible. Y es moralmente inaceptable.


Ninguna retórica de sacrificio, ninguna pose de víctima ilustrada, podrá ocultar por siempre lo evidente: que en muchos matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, el poder económico se ha usado como látigo, no como puente.


Y eso, tarde o temprano, también deja huellas. Y también se llama violencia.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notario Público 

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Análisis Crítico y Educativo Sobre la Vocación del Dominicano a Redactar Testamento

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“El que no prevé, se pierde en el río de la improvisación.”


La República Dominicana arrastra una arraigada resistencia cultural a la planificación testamentaria. En la conciencia colectiva nacional, la redacción de un testamento es vista no como una expresión de responsabilidad y previsión, sino como una anticipación lúgubre de la muerte, una suerte de mal augurio que es mejor evitar. Esta actitud revela un fenómeno profundamente psicológico, sociológico y hasta espiritual, que merece ser develado y confrontado con mirada crítica y transformadora.


En las sociedades maduras jurídicamente, el testamento no se asocia al fin, sino a la continuidad. Es el instrumento mediante el cual el ser humano extiende su voluntad más allá de su presencia física, preservando el fruto de su trabajo y dándole dirección ética y práctica a su legado. Sin embargo, en la idiosincrasia dominicana, predomina una concepción supersticiosa y evasiva: redactar un testamento equivale a llamar la muerte. Esta percepción retrógrada cancela el poder transformador del testamento como acto de amor familiar, justicia distributiva y orden social.


El dominicano, muchas veces, deposita su confianza en la buena voluntad futura de sus herederos, ignorando que la desorganización patrimonial es la raíz de miles de conflictos familiares y procesos sucesorales interminables. La ausencia de testamentos no es sólo una omisión legal: es un reflejo de la cultura de la informalidad que permea muchas dimensiones de la vida nacional. Se prefiere dejar “eso así”, confiando en que “los muchachos sabrán lo que tienen que hacer”.


Como ha señalado el filósofo Byung-Chul Han, las sociedades contemporáneas sufren un “agotamiento de sentido”, evitan la confrontación con el dolor, la pérdida y la responsabilidad. Redactar un testamento exige exactamente eso: pensar en el final, asumir la muerte como parte de la vida, y decidir con madurez lo que se quiere legar y cómo.


En no pocas ocasiones, el dominicano evita testimoniar por miedo a herir, a mostrar preferencias, a evidenciar desacuerdos. Esta parálisis emocional es caldo de cultivo para tragedias legales posteriores. Como enseñó Freud, lo reprimido retorna. El silencio testamentario no disuelve los conflictos: los posterga y multiplica.


El sociólogo Pierre Bourdieu advertía que los capitales –económicos, simbólicos y culturales– no se transfieren inocentemente. En ausencia de un testamento, la herencia se convierte en una selva: los vínculos afectivos se subordinan a las luchas de poder, y muchas veces, el patrimonio se disuelve en pleitos fratricidas que destruyen todo lo que se pretendía preservar.


Más que un acto legal, el testamento es un acto político: en él, el ciudadano afirma su derecho a ordenar su mundo. Es también un acto pedagógico: enseña a los herederos que vivir con responsabilidad implica también morir con dignidad. Un testamento es la última gran lección que puede dejar una vida consciente: decir adiós, pero dejando la mesa servida.


En palabras de Viktor Frankl: “El sentido de la vida se revela no en lo que esperamos de ella, sino en lo que ella espera de nosotros.” El testamento es precisamente eso: una respuesta a lo que la vida nos exige como última responsabilidad.



Salomón Enrique Ureña Beltre, 

Notario Público.




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(II) El Funcionario Como Instructor: Cuando la Institución se Vuelve Trinchera de la Impunidad

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No hace falta ser experto en derecho constitucional para entender lo que significa violar el debido proceso. Aunque, por lo visto, en el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC), ni los titulares, ni sus asesores legales, ni su aparato policial lo tienen claro. El acto cometido contra REEP no solo fue moralmente ruin; fue jurídicamente obsceno. Sin notificación válida, sin garantía judicial, sin protocolo de conciliación ni procedimiento de amparo. Pero con metralletas. Y con hambre de castigo. Porque así actúa el poder cuando se siente impune: no administra justicia, impone castigos ejemplares.


¿Exageración? ¿Hipérbole? ¿Relato inflamado? ¡No! Realismo puro. Testimonio documental. Verificable y reincidente. La propiedad demolida fue víctima de un Estado en modo comando, no en modo institucional. El derecho de empresa violado sin explicación. El derecho a la defensa ignorado como si fuera un chiste. El principio de legalidad convertido en anécdota. Y todo por haberse atrevido a demandar lo justo. A ejercer la ciudadanía con plenos derechos. Como si ser pobre y valiente fuera una provocación intolerable.


El artículo 148 de la Constitución es claro: el Estado responde por los daños causados por la actuación irregular de sus agentes. Pero a los funcionarios les da risa. Porque no creen que pueda pasarles nada. Viven en su burbuja de asesores incompetentes, de impunidad técnica y de ignorancia disfrazada de protocolo. Pero yo les tengo una mala noticia: hay abogados que sí sabemos leer, que sabemos argumentar, y que no necesitamos llamar a la prensa para hacer justicia: solo necesitamos un expediente.


REEP será indemnizada. El daño será cuantificado. Y los funcionarios que orquestaron esta salvajada urbana van a responder. No por venganza, sino por justicia. Porque no se puede construir un Estado de Derecho sobre los escombros de sus principios fundacionales. Porque no se puede permitir que una ciudadana sea tratada como trapo viejo por querer cobrar lo que le corresponde. Porque no es posible que la administración pública se convierta en franquicia del atropello.


Este caso no termina en el polvo de los bloques derrumbados. Comienza ahí. Y se proyecta como advertencia: ningún ciudadano está a salvo mientras los bárbaros con placas, sellos y firmas sigan creyendo que sus cargos son licencias para la atrocidad.


A REEP le arrebataron su espacio. Pero no su dignidad. Y a mí, como su abogado, me honra representarla. Porque esta no es una batalla legal. Es una cruzada institucional. Y vamos a darla hasta que el miedo cambie de bando.


Salomón Enrique Ureña Beltre

Abogado - Notario Público

By SANOTHEO

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(I) REEP y la Bestia Institucional: Una Crónica de Barbarie Estatal Bajo Aire Acondicionado

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Era viernes, y el reloj no había marcado siquiera las nueve de la mañana cuando recibimos la noticia en Notaría Central. Un pelotón del Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC) se apersonaba frente a la propiedad de REEP. No para conversar. No para cumplir con un protocolo. No. Se presentaban para ejecutar un desalojo y demoler todo lo que una mujer había construido durante veintinueve años de trabajo incansable. La orden venía firmada con el garabato invisible del desprecio institucional: la fuerza como argumento, el ruido de retroexcavadoras como sustitutivo del diálogo, y la metralla apuntando a la dignidad ciudadana.


Esta no es una historia de expropiación. Es una historia de exterminio legal. Porque lo que allí ocurrió fue más que una demolición física: fue la expresión más cínica del Estado primitivo disfrazado de modernidad. Fue la manifestación sin rubor de un aparato público que desconoce, ignora o simplemente pisotea la Constitución del 2010, esa que en su artículo 7 reconoce el Estado Social, Democrático y de Derecho y que, en el artículo 51, garantiza el derecho de propiedad como inviolable. ¿Derecho de empresa? ¿Protección a la iniciativa privada? ¿Principio de legalidad? ¡Por favor! Todos fueron lanzados al piso, junto con las mercancías, los ajuares, los estantes de la farmacia y las provisiones del colmado.


La señora REEP, empresaria por mérito propio, había solicitado un compás de espera para desocupar su inmueble. ¿Resultado? Una respuesta orquestada con saña quirúrgica. ¡Claro que sí! Porque atreverse a usar los tribunales, a solicitar medidas cautelares, a invocar derechos fundamentales, eso no se perdona. Eso, en el diccionario de la barbarie institucional, se traduce en “ajuste de cuentas”.


El comando del MOPC irrumpió como lo haría cualquier tribu posmoderna: altivos, soberbios, blindados en la supuesta legalidad del cargo, pero profundamente ajenos a la legalidad del derecho. Alguno, eso sí, intentó resistirse a la lógica de la jauría. A ellos, nuestro respeto profesional. Pero su voz fue sepultada bajo el estruendo de la maquinaria, y su presencia, irrelevante frente a la voluntad del ministro, su consultor jurídico y su brazo militar.


La escena fue grotesca: la demolición de una vida. Pero lo más grave, lo realmente abominable, fue lo que vino después: el saqueo. La zona no fue resguardada. La seguridad estatal se convirtió en guardián del vacío. Lo que no destruyó la pala mecánica, lo arrasaron los “civiles espontáneos” que actuaban, al parecer, con permiso tácito del mismo Estado. Y no, no estamos hablando de un incidente aislado. Estamos hablando de una práctica en expansión. Lo que le pasó a REEP, mañana se ensayará en otra víctima.


Y ahí es donde entra mi rol. Porque no basta con denunciar: hay que litigar. Y como abogado de REEP, mi presencia no fue decorativa. Fue y es instrumental. El caso ha sido documentado con precisión quirúrgica, las pruebas conservadas, la estrategia legal ya en marcha. A quienes les duela mi presencia y autoridad técnica en este proceso, les informo con serenidad: la ley también puede doler. Y cuando se usa como espada, hiere profundo.


Mi respeto a los que en medio del caos quisieron hacer lo correcto. Pero a los demás, los que organizaron esta coreografía de brutalidad y cobardía, les anuncio desde ya: el Derecho no ha muerto. El Estado Social, aunque secuestrado, sigue existiendo. Y desde la ley, vamos a recuperar cada centímetro de dignidad que ustedes enterraron bajo escombros.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Abogado - Notario Público

By SANOTHEO

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El Acero y la Ley: Aleaciones de Poder, Control y Civilización

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*“Las leyes sin fuerza son palabras muertas; y la fuerza, sin ley, es barbarie. El acero ha sido el puente entre ambas.”

—Relectura crítica del pensamiento de Thomas Hobbes


Desde que el ser humano abandonó la piedra para abrazar el hierro y, más tarde, perfeccionar el acero, no solo dio un salto técnico: construyó un andamiaje material sin el cual la ley, como fuerza operativa del poder, no habría logrado consolidarse como eje de control social. La ley —ese aparato simbólico que organiza, sujeta y sanciona— encontró en el acero su más fiel aliado.


Sin acero, no hay rejas. Sin acero, no hay armas que impongan la voluntad del Estado. Sin acero, no hay vehículos que transporten a jueces, ni grilletes, ni cárceles, ni centros de datos protegidos, ni documentos blindados, ni arquitectura judicial. El acero no es solo el insumo del desarrollo; es el esqueleto que sostiene la teatralidad del orden legal.


Hobbes, en su visión del contrato social, articuló la necesidad de un Estado fuerte que garantizara la paz. Lo que no dijo —pero que la historia material nos enseña— es que la fuerza de ese Leviatán nunca fue metafísica: siempre tuvo cuerpo, y ese cuerpo fue metálico.


Desde los candados de las celdas hasta los cañones de los fusiles, desde los cascos de los policías hasta los barrotes de las prisiones, el acero ha sido la tecnología que encarna la sanción, el castigo, el límite. Sin la capacidad de imponer, disuadir y confinar, la norma se vuelve simple consejo. El acero la vuelve real. Palpable. Templada.


Pensemos críticamente: ¿qué es una corte sin su infraestructura física? ¿Qué es un tribunal sin bancos, sin escaleras, sin portones, sin archivadores reforzados? El edificio de la ley no solo es una metáfora. Es literal. El acero está en las columnas que sostienen la solemnidad del juzgamiento. Está en los dispositivos de seguridad que controlan el ingreso. Está en los vehículos de los alguaciles. Está en el bolígrafo blindado del notario y en el candado que protege la prueba en la cadena de custodia.


Y aún más, el acero es indispensable para la coerción legítima, ese principio que Max Weber definía como el monopolio estatal de la violencia. El cumplimiento de la ley descansa en la posibilidad de hacerla valer: detener, restringir, ejecutar. Todo ello se apoya materialmente en el acero, ese mediador silencioso entre el mandamiento jurídico y su cumplimiento efectivo.


Michel Foucault, en Vigilar y Castigar, nos enseñó que las estructuras físicas donde se ejecuta la ley también producen subjetividad: la prisión no solo encierra, también modela. El acero, en este contexto, opera como material de disciplinamiento. No es solo funcional. Es psicológico. El sonido del cerrojo, la frialdad de una celda, el peso de unas esposas: todos ellos son dispositivos sensoriales que naturalizan el poder.


Más aún, el acero configura un lenguaje simbólico que sustenta la idea de autoridad. La placa metálica del juez, el emblema sobre el uniforme, el escudo cromado del ministerio público: todo ello comunica poder, distancia, legitimidad. La ley, al volverse visible, se vuelve creíble. Y el acero es su principal forma de hacerse visible.


No podemos obviar que el acero, en su despliegue histórico, ha servido tanto al orden como al despojo. Las estructuras legales coloniales impuestas por imperios necesitaron del acero para someter poblaciones, fortificar fronteras, aniquilar resistencias. El Derecho viajó en barcos de acero, se impuso por cañones de acero y consolidó la propiedad privada mediante títulos resguardados en bóvedas de acero.


El régimen legal moderno —con su apariencia de neutralidad— muchas veces se asienta sobre estructuras materiales que reproducen desigualdad. En las comunidades marginadas, la única forma en que llega la ley es mediante el acero: tanquetas, barrotes, esposas. Un orden legal sin justicia, apuntalado por un metal inflexible.


He aquí la pregunta provocadora. ¿Puede existir un orden jurídico sin depender de lo metálico? La respuesta no es técnica, sino política. Mientras el Derecho sea mecanismo de control y no de liberación, necesitará acero. Mientras castigar sea más importante que reparar, se requerirán barrotes más que palabras. El desafío ético contemporáneo es si lograremos construir una legalidad que no necesite de la rigidez de la aleación, sino de la elasticidad de la empatía.


Como afirmaba Franz Kafka, “el garrote con que se golpea no se convierte en más justo por llevar escrito ‘ley’ en la empuñadura”. El acero puede ser instrumento de justicia o de opresión. La elección no está en el metal, sino en las manos que lo empuñan y en las leyes que lo legitiman.


El acero es útil. El acero es necesario. Pero el acero también interpela. Cada grillete colocado, cada puerta cerrada, cada orden ejecutada por la fuerza nos obliga a preguntar: ¿estamos usando este material para proteger la dignidad humana o para reprimirla?


Robustecer la ley con acero ha permitido que la norma se aplique. Pero también ha ocultado su fragilidad moral detrás de la dureza técnica. Es hora de pensar un Derecho templado no solo por hornos, sino por principios. Una legalidad donde el acero sirva para sostener puentes, no solo para construir rejas.


Salomón Enrique Ureña Beltre
Abogado - Notario Público.

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Presupuestos Públicos y Pobreza: El Mito del Bienestar y la Traición del Estado

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“La economía es el arte de escoger entre muchas tentaciones, basados en una escasez que a menudo es fabricada.” – Paul Samuelson (paráfrasis)


La noción de que el presupuesto público representa un instrumento técnico y neutral para la administración de los bienes comunes es, en el mejor de los casos, una fantasía pueril. En el peor, un dispositivo sofisticado de dominación institucional que perpetúa la desigualdad mientras se enarbola la bandera de la redistribución. La relación entre presupuestos públicos y pobreza no puede seguir abordándose desde la cómoda trivialidad de los números ni desde la narrativa conformista del “progreso social”. Hay que desmantelar la arquitectura ideológica que los sostiene.


El presupuesto público no es un simple cuadro contable. Es, en palabras de Michel Foucault, una tecnología de poder. Cada línea del gasto es una declaración política, cada partida omitida es una omisión deliberada. El dinero público se presenta como el bálsamo de las heridas sociales que el mismo sistema económico produce, pero lo que se esconde tras esta operación aritmética es la perpetuación de una estructura profundamente desigual.


La pregunta esencial no es cuánto se gasta, sino para quién y para qué. ¿A quién sirve el Estado cuando diseña sus prioridades fiscales? ¿A quién socorre cuando las recorta? El “gasto social” muchas veces funciona como una prótesis ideológica: amortigua la crítica, legitima el orden, anestesia la rabia. Pero no transforma.


Paul Samuelson, economista de referencia y pionero en el análisis moderno del bienestar, reconocía que “el presupuesto es el reflejo de los valores de una sociedad”. El problema radica en que los valores de las élites que lo administran distan brutalmente de las necesidades del pueblo que lo produce. El trabajador crea la riqueza, pero no decide su distribución.


El eslogan político de “Primero la Gente” no es más que una fórmula vaciada cuando no se traduce en hechos tangibles. En lugar de eso, el sistema vigente —que Samuelson podría hoy llamar “capitalismo presupuestívoro”— ha institucionalizado el despojo como norma: los presupuestos se diluyen en burocracia, corrupción y gasto clientelar. El resultado es un círculo vicioso: los pobres financian con su trabajo las estructuras que los empobrecen.


No es accidente. Es diseño. La corrupción no es una enfermedad del sistema, es su modus operandi. Lo decía Zygmunt Bauman: “Vivimos en una era de promesas rotas”. El presupuesto nacional se convierte en campo de batalla de intereses privados disfrazados de necesidades públicas. La corrupción fiscal no es una desviación, es el costo estructural de sostener un sistema basado en el saqueo sistemático.


El caso DODGE en Estados Unidos o los más de 960 mil millones de euros que Europa pierde por corrupción pública cada año no son anomalías. Son evidencias palmarias de una misma lógica: el presupuesto es un botín, no un compromiso ético.


Homo homini lupus est” —el hombre es un lobo para el hombre—, sentenciaba Hobbes. Pero en el escenario fiscal contemporáneo, el hombre que redacta el presupuesto es una jauría disfrazada de oveja. Su discurso es inclusivo, su praxis es excluyente.


Los filósofos contemporáneos como Slavoj Žižek lo advierten: lo intolerable hoy no es la pobreza visible, sino la sofisticación con que se la oculta detrás de promesas democráticas. El presupuesto no combate la pobreza: la regula. No elimina la exclusión: la administra.


Ya no basta con demandar más “presupuesto social”. Hay que repensar la lógica que lo rige. La verdadera reforma no es contable, es moral y filosófica. Se necesita una ciudadanía crítica, educada en la sospecha, capaz de interpelar no solo las cifras sino los silencios del gasto público.


El desafío es devolverle al presupuesto su sentido original: ser el reflejo auténtico de una comunidad justa. Pero esto solo será posible cuando las mayorías organizadas logren pasar de ser destinatarias del gasto a arquitectas del ingreso y de su distribución.


Mientras sigamos midiendo la justicia de un país por su gasto y no por su equidad, seguiremos jugando al autoengaño. No hay neutralidad en el presupuesto. Hay lucha. Y cada línea aprobada o rechazada escribe el destino de millones. La pobreza no es una consecuencia inevitable. Es una decisión política sostenida por silencios cómplices.


Salomón Ureña Beltre

Abogado - Notario Público.

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Interés Compensatorio Judicial: Que Pague el que Retrasa

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  Decía Honoré de Balzac que la justicia sin fuerza es impotente, y la fuerza sin justicia es tiranía. Pero hay una forma más sutil de injusticia, casi invisible: la justicia que ignora el valor del tiempo. En la República Dominicana, durante décadas, los tribunales han juzgado con una indiferencia preocupante el impacto económico del paso del tiempo sobre el acreedor que espera. Hasta bien entrada la década del 2010, la imposición judicial del interés compensatorio era una excepción, no una regla.


El interés compensatorio judicial —ese que busca resarcir el perjuicio económico derivado del uso o retención del capital ajeno mientras se litiga— ha sido históricamente marginado del discurso jurídico dominicano, tratado como una cortesía en vez de una obligación judicial. Este artículo pretende no solo explicar la figura, sino interpelar su relegación, y proponer una visión más íntegra del daño temporal en las relaciones obligacionales.


A diferencia del interés moratorio, que sanciona el retardo en el cumplimiento, el interés compensatorio busca resarcir el uso del capital durante el tiempo en que ha estado en manos del deudor o retenido indebidamente. Es, en esencia, una indemnización por el valor de oportunidad perdido.


En palabras de René Savatier, “el dinero tiene tiempo, y el tiempo tiene precio.” En una economía donde todo capital genera rendimiento, la falta de pago durante años no puede ser considerada neutral. Negarse a reconocer los intereses compensatorios judiciales equivale a institucionalizar la gratuidad del incumplimiento.


Hasta el año 2012, nuestros tribunales eran parcos, conservadores e incluso hostiles a la inclusión de intereses compensatorios judiciales. La cultura judicial mostraba una tendencia a evitar cualquier condena accesoria que no estuviera explícitamente pactada por las partes.


Esta práctica contradecía no solo la lógica del Derecho de obligaciones, sino también el principio de reparación plena consagrado en el artículo 1382 del Código Civil. La justicia se contentaba con ordenar el pago del capital adeudado, como si el tiempo no erosionara valor, ni el dinero perdiera poder adquisitivo.


A partir del 2012, se comienza a ver un giro progresivo en la jurisprudencia dominicana, con algunas sentencias emblemáticas que reconocen el interés compensatorio como una herramienta legítima para proteger al acreedor frente a la inercia judicial y el abuso del litigio como forma de financiarse gratuitamente.


Tribunales comenzaron a citar el artículo 1153 del Código Civil (que establece que el deudor de buena fe no está obligado a intereses, salvo mora) como base para imponer intereses compensatorios desde la demanda, no como castigo, sino como compensación objetiva por el retardo en la ejecución de la obligación.


Este cambio aún es tímido, pero marca una transformación en la comprensión judicial del tiempo como factor de daño.


Una de las preguntas clave es: ¿debe el juez imponer intereses compensatorios aún si no han sido expresamente solicitados?


El artículo 1146 del Código Civil sugiere que sí: “El acreedor tiene derecho a los daños y perjuicios que haya sufrido por el incumplimiento.” En ese sentido, el interés compensatorio es parte natural de esa indemnización, más aún cuando el acreedor no ha podido usar su dinero durante el proceso judicial.


Negar este derecho por “falta de petición expresa” es una formalidad destructiva, que sacrifica la justicia en el altar del procedimiento. Como señaló Radbruch, “cuando la ley contradice el derecho, debe ceder la ley.”


La omisión del interés compensatorio judicial produce un efecto perverso: el deudor que litiga, gana tiempo, y no paga un centavo por ello. No solo incumple, sino que se capitaliza del sistema judicial. Esa dinámica constituye un enriquecimiento sin causa, en violación del principio universal según el cual nadie puede beneficiarse del perjuicio ajeno.


Instaurar el interés compensatorio judicial como una práctica obligatoria, no discrecional, no es una extravagancia doctrinal. Es una forma de rescatar la integridad económica del crédito, proteger al acreedor diligente, y desincentivar el uso estratégico del proceso judicial como refugio del incumplidor.


La seguridad jurídica no solo exige que las obligaciones se reconozcan, sino que su ejecución respete el valor del tiempo.


Negar el interés compensatorio es negar que el tiempo tiene valor, que el dinero sirve para producir, y que el Derecho debe resarcir, no solo reconocer. La justicia que calla sobre el tiempo es una justicia incompleta.


En un mundo donde el tiempo es oro, no condenar intereses compensatorios es permitir que el oro se oxide.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Abogado y Notario Público


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