El Acero y la Ley: Aleaciones de Poder, Control y Civilización

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*“Las leyes sin fuerza son palabras muertas; y la fuerza, sin ley, es barbarie. El acero ha sido el puente entre ambas.”

—Relectura crítica del pensamiento de Thomas Hobbes


Desde que el ser humano abandonó la piedra para abrazar el hierro y, más tarde, perfeccionar el acero, no solo dio un salto técnico: construyó un andamiaje material sin el cual la ley, como fuerza operativa del poder, no habría logrado consolidarse como eje de control social. La ley —ese aparato simbólico que organiza, sujeta y sanciona— encontró en el acero su más fiel aliado.


Sin acero, no hay rejas. Sin acero, no hay armas que impongan la voluntad del Estado. Sin acero, no hay vehículos que transporten a jueces, ni grilletes, ni cárceles, ni centros de datos protegidos, ni documentos blindados, ni arquitectura judicial. El acero no es solo el insumo del desarrollo; es el esqueleto que sostiene la teatralidad del orden legal.


Hobbes, en su visión del contrato social, articuló la necesidad de un Estado fuerte que garantizara la paz. Lo que no dijo —pero que la historia material nos enseña— es que la fuerza de ese Leviatán nunca fue metafísica: siempre tuvo cuerpo, y ese cuerpo fue metálico.


Desde los candados de las celdas hasta los cañones de los fusiles, desde los cascos de los policías hasta los barrotes de las prisiones, el acero ha sido la tecnología que encarna la sanción, el castigo, el límite. Sin la capacidad de imponer, disuadir y confinar, la norma se vuelve simple consejo. El acero la vuelve real. Palpable. Templada.


Pensemos críticamente: ¿qué es una corte sin su infraestructura física? ¿Qué es un tribunal sin bancos, sin escaleras, sin portones, sin archivadores reforzados? El edificio de la ley no solo es una metáfora. Es literal. El acero está en las columnas que sostienen la solemnidad del juzgamiento. Está en los dispositivos de seguridad que controlan el ingreso. Está en los vehículos de los alguaciles. Está en el bolígrafo blindado del notario y en el candado que protege la prueba en la cadena de custodia.


Y aún más, el acero es indispensable para la coerción legítima, ese principio que Max Weber definía como el monopolio estatal de la violencia. El cumplimiento de la ley descansa en la posibilidad de hacerla valer: detener, restringir, ejecutar. Todo ello se apoya materialmente en el acero, ese mediador silencioso entre el mandamiento jurídico y su cumplimiento efectivo.


Michel Foucault, en Vigilar y Castigar, nos enseñó que las estructuras físicas donde se ejecuta la ley también producen subjetividad: la prisión no solo encierra, también modela. El acero, en este contexto, opera como material de disciplinamiento. No es solo funcional. Es psicológico. El sonido del cerrojo, la frialdad de una celda, el peso de unas esposas: todos ellos son dispositivos sensoriales que naturalizan el poder.


Más aún, el acero configura un lenguaje simbólico que sustenta la idea de autoridad. La placa metálica del juez, el emblema sobre el uniforme, el escudo cromado del ministerio público: todo ello comunica poder, distancia, legitimidad. La ley, al volverse visible, se vuelve creíble. Y el acero es su principal forma de hacerse visible.


No podemos obviar que el acero, en su despliegue histórico, ha servido tanto al orden como al despojo. Las estructuras legales coloniales impuestas por imperios necesitaron del acero para someter poblaciones, fortificar fronteras, aniquilar resistencias. El Derecho viajó en barcos de acero, se impuso por cañones de acero y consolidó la propiedad privada mediante títulos resguardados en bóvedas de acero.


El régimen legal moderno —con su apariencia de neutralidad— muchas veces se asienta sobre estructuras materiales que reproducen desigualdad. En las comunidades marginadas, la única forma en que llega la ley es mediante el acero: tanquetas, barrotes, esposas. Un orden legal sin justicia, apuntalado por un metal inflexible.


He aquí la pregunta provocadora. ¿Puede existir un orden jurídico sin depender de lo metálico? La respuesta no es técnica, sino política. Mientras el Derecho sea mecanismo de control y no de liberación, necesitará acero. Mientras castigar sea más importante que reparar, se requerirán barrotes más que palabras. El desafío ético contemporáneo es si lograremos construir una legalidad que no necesite de la rigidez de la aleación, sino de la elasticidad de la empatía.


Como afirmaba Franz Kafka, “el garrote con que se golpea no se convierte en más justo por llevar escrito ‘ley’ en la empuñadura”. El acero puede ser instrumento de justicia o de opresión. La elección no está en el metal, sino en las manos que lo empuñan y en las leyes que lo legitiman.


El acero es útil. El acero es necesario. Pero el acero también interpela. Cada grillete colocado, cada puerta cerrada, cada orden ejecutada por la fuerza nos obliga a preguntar: ¿estamos usando este material para proteger la dignidad humana o para reprimirla?


Robustecer la ley con acero ha permitido que la norma se aplique. Pero también ha ocultado su fragilidad moral detrás de la dureza técnica. Es hora de pensar un Derecho templado no solo por hornos, sino por principios. Una legalidad donde el acero sirva para sostener puentes, no solo para construir rejas.


Salomón Enrique Ureña Beltre
Abogado - Notario Público.

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