“El que no prevé, se pierde en el río de la improvisación.”
La República Dominicana arrastra una arraigada resistencia cultural a la planificación testamentaria. En la conciencia colectiva nacional, la redacción de un testamento es vista no como una expresión de responsabilidad y previsión, sino como una anticipación lúgubre de la muerte, una suerte de mal augurio que es mejor evitar. Esta actitud revela un fenómeno profundamente psicológico, sociológico y hasta espiritual, que merece ser develado y confrontado con mirada crítica y transformadora.
En las sociedades maduras jurídicamente, el testamento no se asocia al fin, sino a la continuidad. Es el instrumento mediante el cual el ser humano extiende su voluntad más allá de su presencia física, preservando el fruto de su trabajo y dándole dirección ética y práctica a su legado. Sin embargo, en la idiosincrasia dominicana, predomina una concepción supersticiosa y evasiva: redactar un testamento equivale a llamar la muerte. Esta percepción retrógrada cancela el poder transformador del testamento como acto de amor familiar, justicia distributiva y orden social.
El dominicano, muchas veces, deposita su confianza en la buena voluntad futura de sus herederos, ignorando que la desorganización patrimonial es la raíz de miles de conflictos familiares y procesos sucesorales interminables. La ausencia de testamentos no es sólo una omisión legal: es un reflejo de la cultura de la informalidad que permea muchas dimensiones de la vida nacional. Se prefiere dejar “eso así”, confiando en que “los muchachos sabrán lo que tienen que hacer”.
Como ha señalado el filósofo Byung-Chul Han, las sociedades contemporáneas sufren un “agotamiento de sentido”, evitan la confrontación con el dolor, la pérdida y la responsabilidad. Redactar un testamento exige exactamente eso: pensar en el final, asumir la muerte como parte de la vida, y decidir con madurez lo que se quiere legar y cómo.
En no pocas ocasiones, el dominicano evita testimoniar por miedo a herir, a mostrar preferencias, a evidenciar desacuerdos. Esta parálisis emocional es caldo de cultivo para tragedias legales posteriores. Como enseñó Freud, lo reprimido retorna. El silencio testamentario no disuelve los conflictos: los posterga y multiplica.
El sociólogo Pierre Bourdieu advertía que los capitales –económicos, simbólicos y culturales– no se transfieren inocentemente. En ausencia de un testamento, la herencia se convierte en una selva: los vínculos afectivos se subordinan a las luchas de poder, y muchas veces, el patrimonio se disuelve en pleitos fratricidas que destruyen todo lo que se pretendía preservar.
Más que un acto legal, el testamento es un acto político: en él, el ciudadano afirma su derecho a ordenar su mundo. Es también un acto pedagógico: enseña a los herederos que vivir con responsabilidad implica también morir con dignidad. Un testamento es la última gran lección que puede dejar una vida consciente: decir adiós, pero dejando la mesa servida.
En palabras de Viktor Frankl: “El sentido de la vida se revela no en lo que esperamos de ella, sino en lo que ella espera de nosotros.” El testamento es precisamente eso: una respuesta a lo que la vida nos exige como última responsabilidad.
Salomón Enrique Ureña Beltre,
Notario Público.