Delincuencia: El Hijo Bastardo que la Sociedad no Quiere Reconocer

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La delincuencia en la República Dominicana no es una epidemia que llegó de fuera ni un virus que se coló por la frontera. Es, para desgracia y vergüenza de todos, un producto artesanal de nuestra propia fábrica social. Un hijo no reconocido, pero gestado y parido en nuestras casas, nuestras calles y nuestras instituciones. Y como todo hijo negado, crece resentido, feroz y dispuesto a recordarnos que existe, aunque sea a punta de pistola.


Los delincuentes —ese “ellos” tan cómodo para la conciencia colectiva— no nacieron de la nada. Son el residuo humano de un sistema que premia la astucia sin ética, que glorifica al vivo y ridiculiza al honesto. Son el resultado de una política pública que, como diría Bauman, es líquida: fluye hacia donde menos molesta, se evapora ante el conflicto y nunca solidifica en justicia. Ellos mismos lo dicen, sin necesidad de micrófonos: “Somos peligrosos, venimos por ustedes, vamos a sembrarles el terror, porque somos los rezagados, los excluidos y, por ende, los resentidos”. Y lo trágico no es que lo digan. Lo trágico es que tengan razón.


En este país hemos cultivado con esmero las condiciones para que la criminalidad florezca: desigualdad obscena, instituciones que funcionan como mercado negro de favores, un sistema educativo que más que formar, expulsa, y un mercado laboral que castiga al que no se alquila por hambre. Después nos escandalizamos de que existan “clanes de maldad” como si no fueran nuestros Frankenstein sociales, ensamblados con piezas de abandono, impunidad y cinismo político.


La sociedad, por su parte, se divide en dos frentes: los que aún se empeñan en vivir mejor y conservar lo poco que la legalidad les concede, y los que han decidido que, si no pueden ser parte del banquete, mejor asaltan la mesa. El problema es que la respuesta oficial a este enfrentamiento suele ser tan torpe como reactiva: más patrullas, más armas, más titulares… y más nada.


Responder a la delincuencia no es simplemente encarcelar cuerpos; es desarmar mentes. No basta con apretar el gatillo de la represión si no se aprieta también el de la reconstrucción social. Respuestas contundentes, sí, pero no solo para que el delincuente tema al Estado, sino para que descubra —casi con sorpresa— que existe un lugar para él en la sociedad que no sea la celda o la morgue.


Como advertía el filósofo Michel Foucault, una sociedad que solo sabe castigar termina fabricando más de lo que pretende eliminar. La nuestra parece decidida a confirmar esa sentencia, exportando graduados en criminalidad desde las cárceles hacia las calles, mientras seguimos fingiendo que no entendemos la raíz del problema.


En este escenario, lo urgente no es elegir entre mano dura o mano blanda. Lo urgente es decidir si seguiremos pariendo hijos que luego queremos matar, o si de una vez vamos a romper la cadena que convierte la exclusión en crimen y el crimen en excusa para más exclusión. Porque si seguimos así, el “ellos” y el “nosotros” se volverán irrelevantes: todos terminaremos del mismo lado de la raya. 



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notaría Central, Abogados.

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