A menudo, mientras ejercemos nuestra profesión desde el noble oficio de la escritura jurídica, nos asalta una inquietud casi inevitable: ¿cómo se las arreglaban nuestros predecesores antes de la irrupción de las computadoras? ¿Con qué herramientas sostenían el peso del litigio, la redacción y la estrategia jurídica, en tiempos donde el papel, la tinta y la máquina de escribir eran los únicos aliados?
Hoy, en 2008, vivimos en una transición decisiva. Nos encontramos en la encrucijada entre el ejercicio tradicional del Derecho y la adopción creciente de herramientas digitales, que prometen (y exigen) una nueva manera de pensar, trabajar y comunicarnos como profesionales del Derecho.
Durante décadas, los abogados preparaban sus documentos a mano o dictaban a sus asistentes jurídicos, quienes luego transcribían en máquinas de escribir los escritos dirigidos a tribunales, notarías o clientes. Cada corrección implicaba rehacer páginas enteras. El margen de error era mínimo, y la inversión de tiempo, considerable.
Hoy, gracias a los procesadores de texto, esa realidad ha cambiado. Podemos redactar, revisar, corregir y almacenar nuestros escritos en cuestión de minutos. La posibilidad de trabajar con plantillas, macros, y formatos predefinidos ha revolucionado la dinámica de las oficinas jurídicas, permitiendo mayor productividad y precisión.
No somos los únicos en este camino. Ingenieros, arquitectos y médicos han visto en la digitalización una aliada formidable. En el ámbito de la construcción, los programas de diseño asistido por computadora permiten erigir estructuras con niveles de detalle inimaginables hace pocos años. En la medicina, herramientas digitales han abierto nuevos horizontes diagnósticos. El Derecho, aunque más conservador en sus formas, no puede —ni debe— resistirse a esta ola transformadora.
El uso de computadoras, disquetes, CD-ROMs con bases de datos jurídicas, sistemas de búsqueda de jurisprudencia en línea, y la emergente Internet, han comenzado a configurar una nueva cultura profesional.
Este momento histórico no sería posible sin el genio de hombres como Bill Gates y Steve Jobs, quienes concibieron la computadora personal no como un lujo, sino como una herramienta accesible para todos. Gracias a sus aportes, las oficinas jurídicas pueden hoy acceder a herramientas de redacción, gestión de documentos, administración de expedientes y conexión con fuentes de información jurídica de todo el mundo.
En 2008, es ya inaceptable —e inexcusable— que una oficina jurídica funcione sin una computadora, sin un mínimo de conectividad, o sin un esfuerzo de digitalización progresiva.
Aún existen colegas que se resisten a la integración tecnológica, aferrados a métodos anticuados que disminuyen su rendimiento y comprometen la calidad de sus servicios. Esta resistencia no solo los aísla del presente, sino que pone en peligro su viabilidad profesional. La tecnología no sustituye el conocimiento jurídico, pero lo potencia de forma exponencial.
Hoy, basta con ingresar a un motor de búsqueda para consultar legislaciones, doctrinas, y jurisprudencias locales o extranjeras. Existen ya en CD o bases digitales los repertorios normativos de países enteros, que facilitan el análisis comparado y el estudio de figuras legales con más profundidad.
La tecnología digital es ya, en 2008, una extensión natural del ejercicio profesional. Nos ofrece eficiencia, sistematización, control y proyección. Pero también nos exige una actitud de aprendizaje constante, de renovación conceptual y de apertura al cambio. La profesión jurídica, históricamente apegada a la solemnidad y la letra impresa, debe evolucionar sin perder su esencia: servir a la justicia desde la razón crítica y el compromiso ético.
En definitiva, el abogado que no integra estas herramientas, no solo se rezaga: se margina a sí mismo.
Salomón Enrique Ureña Beltre
Abogado – Notario
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