Inamovilidad y Sustitución de Jueces: Blindaje Constitucional vs Mecánica del Poder

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El anuncio de que el próximo 25 de julio se celebrará la primera reunión del Consejo Nacional de la Magistratura, con el fin de evaluar el desempeño de jueces de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) y designar nuevos magistrados tanto en la SCJ como en el Tribunal Superior Electoral (TSE), ha reactivado un viejo y espinoso debate: ¿dónde termina la inamovilidad y dónde comienza la discrecionalidad política en la designación y sustitución de jueces?


La Constitución de 2010 estableció un cambio sustancial: los jueces de la SCJ y del Tribunal Constitucional (TC) son inamovibles por períodos de siete y nueve años respectivamente, desde su designación por el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), sin que puedan ser removidos, suspendidos o sustituidos antes de vencido dicho plazo, salvo por causas expresamente previstas: muerte, renuncia o destitución mediante proceso disciplinario. Esta inamovilidad, que a primera vista parece absoluta, coexiste con otra realidad: la posibilidad de retiro obligatorio al cumplir 75 años de edad, regla que busca evitar la perpetuación de magistrados más allá de un umbral razonable de capacidad funcional.


El problema —y aquí el derecho se cruza con la política— es que algunos sectores han intentado reinterpretar esta arquitectura constitucional. Hay quienes alegan que la evaluación de desempeño podría servir como atajo para desplazar jueces incómodos antes de vencido su período, transformando la inamovilidad en una ficción formal. Otros insisten en que el retiro obligatorio y la evaluación periódica no se contradicen, pero su combinación, mal utilizada, puede abrir la puerta a un control político soterrado del Poder Judicial.


La experiencia histórica obliga a la cautela. En 1998, la SCJ, en un gesto que rozó la autoproclamación vitalicia, anuló leyes que limitaban su inamovilidad y sujeta a retiro, alegando su inconstitucionalidad, y con ello estableció un precedente de autorreferencia institucional que todavía hoy genera recelo.


Por ello, la convocatoria del 25 de julio no es un acto administrativo más. Es un momento que pondrá a prueba el verdadero alcance de la inamovilidad judicial en República Dominicana y, sobre todo, la madurez institucional para distinguir entre evaluación técnica legítima y sustitución disfrazada. Si el Consejo del Poder Judicial convierte las evaluaciones en una herramienta de depuración política, estaremos ante un retroceso grave en la independencia judicial.


La inamovilidad no es un privilegio del juez, sino una garantía para el ciudadano de que las sentencias no se dictarán bajo el temor a la represalia o la expectativa de recompensa. Vaciarla de contenido sería, como advertía Montesquieu, transformar el poder judicial en un brazo ejecutor del gobierno de turno, anulando su función como contrapeso.



Salomón Enrique Ureña Beltre 

Notaría Central, Abogados.


El Guardián Procesal: Entre la custodia legal y la inercia burocrática

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En el Derecho Procesal Civil dominicano, el guardián en la ejecución de embargos ocupa un lugar tan silencioso como decisivo. Silencioso, porque su intervención suele pasar desapercibida en el debate público; decisivo, porque es el eslabón humano que, en teoría, garantiza que los bienes embargados no se deterioren, oculten o desvíen antes de que se materialice la venta judicial.


A la luz del Código de Procedimiento Civil, su designación es una medida de prudencia jurídica: nombrar a una persona que, investida por el mandato judicial, custodie lo embargado para asegurar que, llegado el momento de la subasta pública, precedida de la licitación, adjudicación y demás formalidades, el acreedor pueda satisfacer su crédito sin que se alegue la famosa excepción de “enriquecimiento sin causa” o la pérdida del objeto embargado.


Sin embargo, en la práctica, esta figura se enfrenta a un dilema estructural: el guardián es tan fuerte como el control que se ejerza sobre él, y tan inútil como la inercia de un sistema que lo nombra, pero no lo fiscaliza. En demasiados casos, el guardián termina siendo un adorno procesal, una firma en un acta, un “responsable” que no responde. Y así, bienes que deberían ser custodiados con celo acaban deteriorados, devaluados o, en el peor de los casos, “desaparecidos” como por arte de magia.


La esencia de su función, prevenir el deterioro y proteger el valor de la garantía, se diluye si no se combina con publicidad suficiente del procedimiento, con reglas claras para el acceso, revisión y verificación de los bienes, y con sanciones reales para el guardián negligente. El mismo Código, al referirse a los actos de licitación, adjudicación, reparos y venta (artículos 690 y 691), presupone un bien custodiado en condiciones óptimas. Si el guardián falla, todo el andamiaje procesal se tambalea.


Un viejo axioma procesal dice que “la ejecución no es justicia si no preserva el valor de lo ejecutado”. De ahí que un guardián eficaz no sea un lujo procesal, sino un requisito indispensable para que la ejecución cumpla su finalidad sin agraviar ni al acreedor ni al deudor. Porque si el bien se pierde o se deteriora, la ejecución puede convertirse en un absurdo: un procedimiento impecable en forma, pero estéril en resultado.


En este sentido, replantear el paradigma del guardián es urgente. No basta con nombrarlo; hay que dotarlo de deberes específicos, mecanismos de control y responsabilidad efectiva. Solo así esta figura dejará de ser un mero trámite y se convertirá en lo que el legislador pretendió: un garante real de la integridad de los bienes en litigio, y, por extensión, de la legitimidad del proceso de ejecución.


En un país donde los procedimientos civiles ya sufren de excesiva formalidad, el guardián debería ser ejemplo de funcionalidad y transparencia, no un eslabón débil que, en silencio, sabotea el resultado de todo el proceso.



Salomón Enrique Ureña Beltre 

Abogado.


Cuando el Patrimonio se Convierte en Arma: Violencia Económica en el Régimen de Comunidad de Bienes

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Hay una violencia que no deja moretones visibles, pero sí cicatrices profundas y duraderas: la violencia económica. En los matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, esta violencia suele disfrazarse de gestión financiera, decisiones “empresariales” o simples malentendidos contables. Pero no nos engañemos: el control económico, cuando se ejerce para excluir, someter o castigar, es una forma de abuso tan devastadora como cualquier otra.

Nada más habitual que el discurso del “proveedor sacrificado” que se victimiza en cuanto alguien osa exigir rendición de cuentas. Suele comenzar con frases como: “yo mantengo la casa”, “todo lo que tengo lo hice por la familia” o “quieren destruir mi empresa”. Curiosamente, esa “empresa” suele ser un patrimonio común, forjado con el esfuerzo conjunto y protegido por un régimen legal que (en teoría) garantiza igualdad.


Pero en la práctica, la empresa no es de ambos. Es de uno. Y ese uno —por lo general— administra, cobra, dispone, oculta y luego se queja de que el otro “quiere quitarle lo suyo”. Una farsa tan bien ensayada que incluso llega a convencer a quienes la representan.


En este teatro conyugal, el régimen de comunidad de bienes se convierte en una trampa. Lo que la ley define como “común”, en la cotidianidad se convierte en “control exclusivo”. El cónyuge excluido no sólo pierde acceso a los fondos, sino también a la información, al poder de decisión y, eventualmente, a su autonomía. No puede comprar, ni firmar, ni saber. Pero sí puede ser acusado de “atentar contra el patrimonio” si alguna vez reclama lo que la ley ya reconoce como suyo.


La ironía es grotesca: quien ha sido privado sistemáticamente del acceso al dinero, del derecho a decidir y de la posibilidad de incidir en el manejo económico familiar, termina siendo señalado como “la amenaza”. Una inversión perversa del relato donde el verdugo se viste de víctima y el reclamo se convierte en agresión.


Otra joya retórica es la existencia de “acuerdos” que, supuestamente, anulan la violencia pasada y blindan la impunidad futura. Se firman papeles, se prometen cosas, se crea la ilusión de buena fe. Pero detrás del papel, nada cambia. Se incumplen pagos, se ocultan cuentas, se niega información. Y si alguien protesta, entonces es “por ambición”, “por venganza”, “por despecho”.


Al parecer, exigir lo pactado es un acto de provocación.


Y cómo olvidar las reuniones “conciliatorias”: momentos cuidadosamente coreografiados donde el cónyuge excluido es invitado —casi siempre en tono paternalista— a “dialogar”, “entender razones” y aceptar propuestas que suelen beneficiar, casualmente, sólo a una de las partes. Son espacios no de resolución, sino de desgaste. Escenarios de manipulación emocional, opacidad contable y presión psicológica.

Porque en este guión, lo importante no es llegar a acuerdos justos, sino agotar al otro hasta que firme lo que convenga.


Llamemos las cosas por su nombre. No se trata de conflictos conyugales normales, ni de malos entendidos administrativos. Se trata de violencia económica. Se trata de expropiación disfrazada de administración. De sometimiento maquillado como protección. De exclusión patrimonial sostenida por el poder estructural de quien tiene la firma, el sello y las claves de acceso.


La violencia económica es real. Es legalmente reconocible. Y es moralmente inaceptable.


Ninguna retórica de sacrificio, ninguna pose de víctima ilustrada, podrá ocultar por siempre lo evidente: que en muchos matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, el poder económico se ha usado como látigo, no como puente.


Y eso, tarde o temprano, también deja huellas. Y también se llama violencia.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notario Público