Cuando el Patrimonio se Convierte en Arma: Violencia Económica en el Régimen de Comunidad de Bienes

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Hay una violencia que no deja moretones visibles, pero sí cicatrices profundas y duraderas: la violencia económica. En los matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, esta violencia suele disfrazarse de gestión financiera, decisiones “empresariales” o simples malentendidos contables. Pero no nos engañemos: el control económico, cuando se ejerce para excluir, someter o castigar, es una forma de abuso tan devastadora como cualquier otra.

Nada más habitual que el discurso del “proveedor sacrificado” que se victimiza en cuanto alguien osa exigir rendición de cuentas. Suele comenzar con frases como: “yo mantengo la casa”, “todo lo que tengo lo hice por la familia” o “quieren destruir mi empresa”. Curiosamente, esa “empresa” suele ser un patrimonio común, forjado con el esfuerzo conjunto y protegido por un régimen legal que (en teoría) garantiza igualdad.


Pero en la práctica, la empresa no es de ambos. Es de uno. Y ese uno —por lo general— administra, cobra, dispone, oculta y luego se queja de que el otro “quiere quitarle lo suyo”. Una farsa tan bien ensayada que incluso llega a convencer a quienes la representan.


En este teatro conyugal, el régimen de comunidad de bienes se convierte en una trampa. Lo que la ley define como “común”, en la cotidianidad se convierte en “control exclusivo”. El cónyuge excluido no sólo pierde acceso a los fondos, sino también a la información, al poder de decisión y, eventualmente, a su autonomía. No puede comprar, ni firmar, ni saber. Pero sí puede ser acusado de “atentar contra el patrimonio” si alguna vez reclama lo que la ley ya reconoce como suyo.


La ironía es grotesca: quien ha sido privado sistemáticamente del acceso al dinero, del derecho a decidir y de la posibilidad de incidir en el manejo económico familiar, termina siendo señalado como “la amenaza”. Una inversión perversa del relato donde el verdugo se viste de víctima y el reclamo se convierte en agresión.


Otra joya retórica es la existencia de “acuerdos” que, supuestamente, anulan la violencia pasada y blindan la impunidad futura. Se firman papeles, se prometen cosas, se crea la ilusión de buena fe. Pero detrás del papel, nada cambia. Se incumplen pagos, se ocultan cuentas, se niega información. Y si alguien protesta, entonces es “por ambición”, “por venganza”, “por despecho”.


Al parecer, exigir lo pactado es un acto de provocación.


Y cómo olvidar las reuniones “conciliatorias”: momentos cuidadosamente coreografiados donde el cónyuge excluido es invitado —casi siempre en tono paternalista— a “dialogar”, “entender razones” y aceptar propuestas que suelen beneficiar, casualmente, sólo a una de las partes. Son espacios no de resolución, sino de desgaste. Escenarios de manipulación emocional, opacidad contable y presión psicológica.

Porque en este guión, lo importante no es llegar a acuerdos justos, sino agotar al otro hasta que firme lo que convenga.


Llamemos las cosas por su nombre. No se trata de conflictos conyugales normales, ni de malos entendidos administrativos. Se trata de violencia económica. Se trata de expropiación disfrazada de administración. De sometimiento maquillado como protección. De exclusión patrimonial sostenida por el poder estructural de quien tiene la firma, el sello y las claves de acceso.


La violencia económica es real. Es legalmente reconocible. Y es moralmente inaceptable.


Ninguna retórica de sacrificio, ninguna pose de víctima ilustrada, podrá ocultar por siempre lo evidente: que en muchos matrimonios bajo régimen de comunidad de bienes, el poder económico se ha usado como látigo, no como puente.


Y eso, tarde o temprano, también deja huellas. Y también se llama violencia.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notario Público