Presupuestos Públicos y Pobreza: El Mito del Bienestar y la Traición del Estado

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“La economía es el arte de escoger entre muchas tentaciones, basados en una escasez que a menudo es fabricada.” – Paul Samuelson (paráfrasis)


La noción de que el presupuesto público representa un instrumento técnico y neutral para la administración de los bienes comunes es, en el mejor de los casos, una fantasía pueril. En el peor, un dispositivo sofisticado de dominación institucional que perpetúa la desigualdad mientras se enarbola la bandera de la redistribución. La relación entre presupuestos públicos y pobreza no puede seguir abordándose desde la cómoda trivialidad de los números ni desde la narrativa conformista del “progreso social”. Hay que desmantelar la arquitectura ideológica que los sostiene.


El presupuesto público no es un simple cuadro contable. Es, en palabras de Michel Foucault, una tecnología de poder. Cada línea del gasto es una declaración política, cada partida omitida es una omisión deliberada. El dinero público se presenta como el bálsamo de las heridas sociales que el mismo sistema económico produce, pero lo que se esconde tras esta operación aritmética es la perpetuación de una estructura profundamente desigual.


La pregunta esencial no es cuánto se gasta, sino para quién y para qué. ¿A quién sirve el Estado cuando diseña sus prioridades fiscales? ¿A quién socorre cuando las recorta? El “gasto social” muchas veces funciona como una prótesis ideológica: amortigua la crítica, legitima el orden, anestesia la rabia. Pero no transforma.


Paul Samuelson, economista de referencia y pionero en el análisis moderno del bienestar, reconocía que “el presupuesto es el reflejo de los valores de una sociedad”. El problema radica en que los valores de las élites que lo administran distan brutalmente de las necesidades del pueblo que lo produce. El trabajador crea la riqueza, pero no decide su distribución.


El eslogan político de “Primero la Gente” no es más que una fórmula vaciada cuando no se traduce en hechos tangibles. En lugar de eso, el sistema vigente —que Samuelson podría hoy llamar “capitalismo presupuestívoro”— ha institucionalizado el despojo como norma: los presupuestos se diluyen en burocracia, corrupción y gasto clientelar. El resultado es un círculo vicioso: los pobres financian con su trabajo las estructuras que los empobrecen.


No es accidente. Es diseño. La corrupción no es una enfermedad del sistema, es su modus operandi. Lo decía Zygmunt Bauman: “Vivimos en una era de promesas rotas”. El presupuesto nacional se convierte en campo de batalla de intereses privados disfrazados de necesidades públicas. La corrupción fiscal no es una desviación, es el costo estructural de sostener un sistema basado en el saqueo sistemático.


El caso DODGE en Estados Unidos o los más de 960 mil millones de euros que Europa pierde por corrupción pública cada año no son anomalías. Son evidencias palmarias de una misma lógica: el presupuesto es un botín, no un compromiso ético.


Homo homini lupus est” —el hombre es un lobo para el hombre—, sentenciaba Hobbes. Pero en el escenario fiscal contemporáneo, el hombre que redacta el presupuesto es una jauría disfrazada de oveja. Su discurso es inclusivo, su praxis es excluyente.


Los filósofos contemporáneos como Slavoj Žižek lo advierten: lo intolerable hoy no es la pobreza visible, sino la sofisticación con que se la oculta detrás de promesas democráticas. El presupuesto no combate la pobreza: la regula. No elimina la exclusión: la administra.


Ya no basta con demandar más “presupuesto social”. Hay que repensar la lógica que lo rige. La verdadera reforma no es contable, es moral y filosófica. Se necesita una ciudadanía crítica, educada en la sospecha, capaz de interpelar no solo las cifras sino los silencios del gasto público.


El desafío es devolverle al presupuesto su sentido original: ser el reflejo auténtico de una comunidad justa. Pero esto solo será posible cuando las mayorías organizadas logren pasar de ser destinatarias del gasto a arquitectas del ingreso y de su distribución.


Mientras sigamos midiendo la justicia de un país por su gasto y no por su equidad, seguiremos jugando al autoengaño. No hay neutralidad en el presupuesto. Hay lucha. Y cada línea aprobada o rechazada escribe el destino de millones. La pobreza no es una consecuencia inevitable. Es una decisión política sostenida por silencios cómplices.


Salomón Ureña Beltre

Abogado - Notario Público.