Abuso del Derecho y Manipulación Mediática: Amenaza a la Justicia y la Sociedad

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En toda sociedad que se precia de estar regida por normas y principios de equidad, la justicia no debería estar sujeta a distorsiones estratégicas ni a manipulaciones malintencionadas. Sin embargo, la realidad demuestra que, con alarmante frecuencia, ciertos individuos utilizan el derecho no como un mecanismo de equilibrio social, sino como un arma para alcanzar sus propios fines, incluso si ello implica vulnerar los derechos de los demás.


El abuso del derecho se manifiesta de múltiples maneras: litigios infundados, instrumentalización de los medios de comunicación para moldear percepciones erróneas, e incluso la tergiversación de la narrativa legal para encubrir invasiones de propiedad, fraudes y actos de desobediencia civil disfrazados de legítima defensa. Este fenómeno, lejos de ser una rareza, ha sido utilizado como estrategia recurrente para dilatar procesos judiciales, desgastar a la contraparte y forzar acuerdos bajo presión mediática y social.


Cuando la Ficción se Viste de Realidad


La manipulación mediática se convierte en un factor determinante en estos escenarios. La presentación selectiva de los hechos, la construcción de relatos emotivos que encubren la ilegalidad de ciertas actuaciones y el uso de discursos que apelan a la sensibilidad colectiva, crean un caldo de cultivo ideal para que la desinformación se imponga sobre la verdad jurídica. La lucha por el derecho se transforma entonces en una contienda de percepciones, donde quien grita más fuerte y logra mayor respaldo popular puede eclipsar incluso las decisiones más contundentes de los tribunales.


El derecho de propiedad, uno de los pilares fundamentales del orden jurídico, no ha escapado a esta tendencia. A pesar de la existencia de títulos legítimos y procesos judiciales que confirman la legalidad de determinadas posesiones, no faltan quienes recurren a la ocupación irregular, la falsificación de documentos y la victimización pública para justificar lo injustificable. El discurso social, en estos casos, es hábilmente moldeado para convertir en “abusadores” a quienes simplemente defienden lo que les pertenece, mientras que los verdaderos transgresores adoptan el papel de defensores de derechos.


El Uso de la Justicia como Mecanismo de Persecución


Otra de las estrategias recurrentes es la interposición de querellas y denuncias sin fundamento, dirigidas no a la búsqueda genuina de justicia, sino a la intimidación de aquellos que representan un obstáculo para los intereses de ciertos grupos. Acusaciones fabricadas, pruebas manipuladas y un abuso deliberado del sistema judicial se convierten en herramientas para forzar negociaciones o minar la reputación de figuras clave en una disputa.


Lo más grave de esta práctica es que no solo afecta a los individuos directamente involucrados, sino que socava la credibilidad del sistema de justicia en su conjunto. Cuando se normaliza el uso de tácticas dilatorias y litigios temerarios, se envía un mensaje peligroso: el derecho deja de ser una garantía para todos y se convierte en un juego de poder donde gana quien tiene los recursos para explotarlo en su beneficio.


El Deber de las Instituciones: Un Llamado a la Responsabilidad


Ante esta realidad, el rol de las instituciones encargadas de impartir justicia es crucial. No basta con dictar sentencias; es imprescindible que estas se hagan cumplir con la firmeza que ameritan. El desacato y la resistencia sistemática a decisiones judiciales no pueden ser tolerados como una opción válida dentro del marco del estado de derecho. La inacción frente a estas prácticas solo fomenta la reincidencia y debilita la seguridad jurídica de todos.


La sociedad, por su parte, tiene el deber de cuestionar las narrativas que le son presentadas, diferenciando entre la defensa legítima de derechos y el uso manipulador de los mismos para alcanzar objetivos particulares a costa de los demás. No todo lo que se presenta como una causa justa lo es en realidad, y la justicia no debe ser una cuestión de simpatías o presiones mediáticas, sino de derecho y hechos comprobables.


Conclusión: Un Llamado a la Verdad Jurídica


El verdadero peligro de estas estrategias no radica únicamente en sus efectos sobre casos particulares, sino en el precedente que sientan para el futuro. Si permitimos que la distorsión de la verdad, la manipulación del discurso público y el abuso del derecho se conviertan en la norma, estamos cediendo a una peligrosa erosión de los principios que sostienen nuestra convivencia. La justicia no puede ser rehén de intereses particulares ni de agendas ocultas; debe ser la salvaguarda de los derechos de todos, sin excepciones ni concesiones a la conveniencia.


La gran pregunta que queda sobre la mesa es: ¿seremos testigos pasivos de esta distorsión o exigiremos que el derecho recupere su verdadera esencia como garantía de equidad y seguridad para la sociedad?


Salomón Enrique Ureña Beltré

Abogado - Notario Público 

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📧 salomon@notariacentral.com 

By SANOTHEREAL

El Defecto Procesal: Entre la Sanción Procesal y la Justicia Real

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 En el procedimiento civil dominicano, el defecto —ya sea por falta de comparecer o por falta de concluir— es, a primera vista, una herramienta procesal tan obvia como necesaria. Obvia, porque es la consecuencia lógica de quien, citado regularmente o emplazado en debida forma, decide ignorar el proceso o dejarlo en un limbo. Necesaria, porque la justicia, como el río, no puede permitirse estancarse por la negligencia o el capricho de una de las partes.


Sin embargo, reducir el defecto a un simple castigo procesal es una lectura tan pobre como peligrosa. El defecto no es solamente la “pena” por la inacción, sino un mecanismo que revela, con claridad quirúrgica, la tensión eterna entre la forma y la sustancia del derecho. Aquí no estamos hablando solo de perder la voz en un proceso; estamos hablando de cómo el sistema decide quién tiene derecho a ser oído, y bajo qué condiciones.


El defecto por falta de comparecer implica que la parte ausente renuncia, voluntaria o involuntariamente, a ejercer su derecho de defensa, con la consecuencia de que el tribunal puede continuar el juicio sin ella y dictar sentencia sobre la base de lo aportado por la contraparte. A su vez, el defecto por falta de concluir sanciona a quien, habiendo iniciado su defensa, no cierra el círculo procesal con sus conclusiones formales, quedando, en la práctica, como si no hubiera dicho nada.


En la teoría, ambas figuras garantizan la celeridad procesal y evitan el abuso de maniobras dilatorias. En la práctica, sin embargo, el defecto puede convertirse en un arma de doble filo:


1.- Por un lado, protege al proceso de la parálisis.

2.- Por otro, puede derivar en sentencias que, aunque formalmente impecables, son materialmente injustas porque descansan en una verdad procesal incompleta.


Hay que alejarse del aforismo que con su locuaz sabiduría advierte que “la justicia no busca la verdad; busca cerrar el caso”. En el defecto procesal, esta advertencia encuentra eco: el expediente avanza, la sentencia se dicta, pero no necesariamente se resuelve el conflicto en toda su dimensión. El procedimiento, en su rigidez, puede sacrificar el fondo en el altar de la forma.


Además, el defecto revela otra realidad incómoda: la asimetría de acceso a la justicia. En un país donde la desigualdad socioeconómica es profunda, no siempre la incomparecencia o la omisión de conclusiones responden a desinterés o mala fe; muchas veces son fruto de la falta de recursos, de asesoría adecuada, o del desconocimiento técnico del proceso. Así, el defecto deja de ser un mecanismo neutral y se convierte en una sanción que castiga con más severidad a los débiles procesales que a los litigantes profesionales.


El reto, entonces, no es eliminar el defecto —pues sin él, el procedimiento se volvería rehén de la dilación—, sino aplicarlo con un criterio que equilibre la necesidad de celeridad con el principio de justicia sustantiva. El juez debe recordar que el proceso no es un fin en sí mismo, sino un medio para resolver un conflicto real entre personas reales.


Como reza el proverbio jurídico: “La forma protege el fondo, pero no puede devorarlo”. El defecto, bien aplicado, garantiza orden y disciplina procesal; mal aplicado, se convierte en un formalismo cruel que dicta sentencias justas en el papel, pero vacías en la conciencia.



Salomón Enrique Ureña Beltre 

Notaría Central, Abogados.

Delincuencia: El Hijo Bastardo que la Sociedad no Quiere Reconocer

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La delincuencia en la República Dominicana no es una epidemia que llegó de fuera ni un virus que se coló por la frontera. Es, para desgracia y vergüenza de todos, un producto artesanal de nuestra propia fábrica social. Un hijo no reconocido, pero gestado y parido en nuestras casas, nuestras calles y nuestras instituciones. Y como todo hijo negado, crece resentido, feroz y dispuesto a recordarnos que existe, aunque sea a punta de pistola.


Los delincuentes —ese “ellos” tan cómodo para la conciencia colectiva— no nacieron de la nada. Son el residuo humano de un sistema que premia la astucia sin ética, que glorifica al vivo y ridiculiza al honesto. Son el resultado de una política pública que, como diría Bauman, es líquida: fluye hacia donde menos molesta, se evapora ante el conflicto y nunca solidifica en justicia. Ellos mismos lo dicen, sin necesidad de micrófonos: “Somos peligrosos, venimos por ustedes, vamos a sembrarles el terror, porque somos los rezagados, los excluidos y, por ende, los resentidos”. Y lo trágico no es que lo digan. Lo trágico es que tengan razón.


En este país hemos cultivado con esmero las condiciones para que la criminalidad florezca: desigualdad obscena, instituciones que funcionan como mercado negro de favores, un sistema educativo que más que formar, expulsa, y un mercado laboral que castiga al que no se alquila por hambre. Después nos escandalizamos de que existan “clanes de maldad” como si no fueran nuestros Frankenstein sociales, ensamblados con piezas de abandono, impunidad y cinismo político.


La sociedad, por su parte, se divide en dos frentes: los que aún se empeñan en vivir mejor y conservar lo poco que la legalidad les concede, y los que han decidido que, si no pueden ser parte del banquete, mejor asaltan la mesa. El problema es que la respuesta oficial a este enfrentamiento suele ser tan torpe como reactiva: más patrullas, más armas, más titulares… y más nada.


Responder a la delincuencia no es simplemente encarcelar cuerpos; es desarmar mentes. No basta con apretar el gatillo de la represión si no se aprieta también el de la reconstrucción social. Respuestas contundentes, sí, pero no solo para que el delincuente tema al Estado, sino para que descubra —casi con sorpresa— que existe un lugar para él en la sociedad que no sea la celda o la morgue.


Como advertía el filósofo Michel Foucault, una sociedad que solo sabe castigar termina fabricando más de lo que pretende eliminar. La nuestra parece decidida a confirmar esa sentencia, exportando graduados en criminalidad desde las cárceles hacia las calles, mientras seguimos fingiendo que no entendemos la raíz del problema.


En este escenario, lo urgente no es elegir entre mano dura o mano blanda. Lo urgente es decidir si seguiremos pariendo hijos que luego queremos matar, o si de una vez vamos a romper la cadena que convierte la exclusión en crimen y el crimen en excusa para más exclusión. Porque si seguimos así, el “ellos” y el “nosotros” se volverán irrelevantes: todos terminaremos del mismo lado de la raya. 



Salomón Enrique Ureña Beltre

Notaría Central, Abogados.