El Guardián Procesal: Entre la Custodia Legal y la Inercia Burocrática

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En el Derecho Procesal Civil dominicano, el guardián en la ejecución de embargos ocupa un lugar tan silencioso como decisivo. Silencioso, porque su intervención suele pasar desapercibida en el debate público; decisivo, porque es el eslabón humano que, en teoría, garantiza que los bienes embargados no se deterioren, oculten o desvíen antes de que se materialice la venta judicial.


A la luz del Código de Procedimiento Civil, su designación es una medida de prudencia jurídica: nombrar a una persona que, investida por el mandato judicial, custodie lo embargado para asegurar que, llegado el momento de la subasta pública, precedida de la licitación, adjudicación y demás formalidades, el acreedor pueda satisfacer su crédito sin que se alegue la famosa excepción de “enriquecimiento sin causa” o la pérdida del objeto embargado.


Sin embargo, en la práctica, esta figura se enfrenta a un dilema estructural: el guardián es tan fuerte como el control que se ejerza sobre él, y tan inútil como la inercia de un sistema que lo nombra, pero no lo fiscaliza. En demasiados casos, el guardián termina siendo un adorno procesal, una firma en un acta, un “responsable” que no responde. Y así, bienes que deberían ser custodiados con celo acaban deteriorados, devaluados o, en el peor de los casos, “desaparecidos” como por arte de magia.


La esencia de su función —prevenir el deterioro y proteger el valor de la garantía— se diluye si no se combina con publicidad suficiente del procedimiento, con reglas claras para el acceso, revisión y verificación de los bienes, y con sanciones reales para el guardián negligente. El mismo Código, al referirse a los actos de licitación, adjudicación, reparos y venta (arts. 690 y 691), presupone un bien custodiado en condiciones óptimas. Si el guardián falla, todo el andamiaje procesal se tambalea.


Un viejo axioma procesal dice que “la ejecución no es justicia si no preserva el valor de lo ejecutado”. De ahí que un guardián eficaz no sea un lujo procesal, sino un requisito indispensable para que la ejecución cumpla su finalidad sin agraviar ni al acreedor ni al deudor. Porque si el bien se pierde o se deteriora, la ejecución puede convertirse en un absurdo: un procedimiento impecable en forma, pero estéril en resultado.


En este sentido, replantear el paradigma del guardián es urgente. No basta con nombrarlo; hay que dotarlo de deberes específicos, mecanismos de control y responsabilidad efectiva. Solo así esta figura dejará de ser un mero trámite y se convertirá en lo que el legislador pretendió: un garante real de la integridad de los bienes en litigio, y, por extensión, de la legitimidad del proceso de ejecución.


En un país donde los procedimientos civiles ya sufren de excesiva formalidad, el guardián debería ser ejemplo de funcionalidad y transparencia, no un eslabón débil que, en silencio, sabotea el resultado de todo el proceso.



Salomón Enrique Ureña Beltre 

Notaría Central, Abogados.

Estado de Derecho y Garantía del Derecho de Propiedad

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Casuística sobre la República Dominicana.-


El derecho de propiedad en la República Dominicana se encuentra bajo amenaza constante y sistémica, en un contexto donde los poderes públicos —en abierta omisión o contubernio— han fallado en garantizar su defensa efectiva. Esta situación compromete gravemente la seguridad jurídica, afecta la estabilidad social y representa un desincentivo directo a la inversión extranjera y nacional, provocando la fuga de capitales y el traslado de iniciativas productivas hacia jurisdicciones más estables.


Este fenómeno, profundamente preocupante, evidencia que la desconfianza estructural en las instituciones del Estado ha llevado a que parte del patrimonio privado de los dominicanos y de inversores se resguarde en el extranjero. La causa es tan clara como dolorosa: el Estado dominicano no garantiza adecuadamente uno de los derechos más fundamentales consagrados en nuestra Constitución —el derecho de propiedad—, el cual, junto con la vida, la familia y la salud, forma parte del núcleo esencial de las prerrogativas humanas.


La debilitación de este derecho se manifiesta tanto por acciones directas del legislador, como por ejemplo, la promulgación de leyes como la Ley de Extinción de Dominio, cuyo uso excesivamente discrecional puede abrir la puerta al abuso, como por la ineficiencia o negligencia de las autoridades ante la ocupación ilegal de terrenos y viviendas. El Estado, en múltiples casos, no solo fracasa en prevenir invasiones, sino que tampoco garantiza la restitución efectiva a favor de las víctimas.


Los invasores, conscientes de la debilidad institucional y la complicidad de actores públicos, actúan con impunidad. Ocupan inmuebles, alteran el uso del suelo, destruyen mejoras legítimas, y en muchos casos los convierten en centros de operaciones delictivas. Esta práctica se ha extendido de forma tal que ya no distingue barrios ni niveles socioeconómicos, afectando desde comunidades marginadas hasta urbanizaciones de clase media y alta.


La criminalidad ha adoptado nuevas estrategias: identificar propietarios con cierto número de bienes inmuebles para expropiarlos de facto mediante la fuerza, bajo el silencio cómplice o la inoperancia del sistema. En muchos casos, los inmuebles invadidos son convertidos en centros de distribución de drogas, refugios de pandillas y zonas de actividad ilícita constante. El Estado, desbordado o indiferente, no actúa con la fuerza que la ley le concede para proteger a los ciudadanos.


Este panorama genera una sensación colectiva de abandono y desesperanza, que empuja a muchos ciudadanos a considerar la justicia por mano propia, con las devastadoras consecuencias que eso implica: violencia, inseguridad jurídica, debilitamiento del régimen democrático y ruptura del contrato social.


Lo advertimos sin eufemismos: la inacción estatal no solo erosiona la garantía constitucional del derecho de propiedad, sino que además socava la confianza pública en el Estado de derecho. Esta negligencia no es inocua: empodera al crimen, desalienta la inversión, destruye tejido social y puede conducir al colapso de la convivencia pacífica.


Es imperativo que las autoridades —Ejecutivo, Congreso, Poder Judicial, Ministerio Público y Policía Nacional— comprendan la gravedad de esta situación. El respeto al derecho de propiedad no es un favor, ni una opción política: es un mandato constitucional obligatorio, sin el cual no puede hablarse ni de democracia, ni de Estado de derecho.


Mientras la propiedad privada continúe siendo tratada como un derecho de segundo orden, ningún otro derecho estará a salvo. Porque allí donde se derrumba la garantía sobre lo que es legítimamente tuyo, se abre la puerta al caos, al miedo y al fin del orden social.



Salomón Enrique Ureña Beltre

Abogado - Notario Público