Desde tiempos inmemoriales, nombrar ha sido un acto de poder y de dignidad. En el Génesis, Adán nombra a los seres del mundo como expresión de su dominio. En las civilizaciones antiguas, los nombres definían castas, roles y destinos. En el mundo moderno, el nombre y el apellido son mucho más que un trámite registral: son la clave para la existencia jurídica, la base de los derechos de la personalidad y el primer símbolo de pertenencia a una comunidad.
En la República Dominicana, como en muchas otras naciones, este derecho está garantizado legalmente. Sin embargo, la práctica revela una realidad disonante: arbitrariedades administrativas, prejuicios sociales y una cultura jurídica inerte siguen afectando la libertad de los ciudadanos de ser nombrados como deseen o como les corresponde.
El nombre, junto con la filiación, el estado civil, el patrimonio y el domicilio, forma parte de los llamados atributos de la personalidad. Sin él, no hay sujeto legal; sin apellido, no hay pertenencia. El nombre individualiza; el apellido vincula. Como bien expresó Jean Carbonnier, el nombre no solo identifica al individuo, sino que lo inscribe dentro del cuerpo social.
La ley dominicana número 659, sobre Actos del Estado Civil (17 de julio de 1944), acoge este principio y otorga a toda persona el derecho a tener nombre y apellido, permitiendo además su modificación o ampliación bajo procedimientos legalmente regulados.
Existe una noción errónea —extendida incluso entre oficiales del Estado Civil— de que una persona solo puede llevar uno o dos nombres y dos apellidos. Nada más lejos de la realidad jurídica. Nuestra legislación no impone límites cuantitativos al nombre propio ni al apellido. Al contrario, los artículos 80 y 85 de la ley 659 reconocen expresamente el derecho de una persona a modificar, añadir o adquirir nombres y apellidos adicionales, ya sea por filiación, adopción, matrimonio o autorización expresa.
Art. 80: “Cualquier persona que quiera cambiar sus nombres o quiera a sus propios nombres añadir otros debe dirigirse al Poder Ejecutivo por mediación de la Junta Central Electoral…”
Art. 85: “Toda persona mayor de edad y en plena capacidad civil puede autorizar a otra para que lleve su apellido…”
La ley, por tanto, no es el obstáculo. Lo es la ignorancia funcional de quienes deben aplicarla.
El apellido, más que una herencia genética, es un legado cultural. Se transmite por filiación legítima, natural o adoptiva. Pero también puede ser autorizado por un tercero, en casos donde una familia desea perpetuar un apellido en riesgo de desaparecer o cuando el afecto y la voluntad sustituyen el lazo biológico.
Esto se vincula con la práctica francesa, de la cual heredamos parte de nuestro régimen civil. En Francia, se ha reconocido jurisprudencialmente el derecho de una persona a unir a su apellido el de un familiar fallecido, con el objetivo de preservarlo. La República Dominicana no lo ha desarrollado plenamente, pero la posibilidad jurídica existe y puede ser invocada ante los tribunales ordinarios.
Uno de los aspectos más lamentables de nuestra práctica institucional es la negativa injustificada de algunos oficiales civiles a registrar nombres múltiples. Alegan criterios de espacio, conveniencia o “costumbre”, negando el derecho de padres o individuos a elegir libremente la denominación de sus hijos o de sí mismos.
Esta actitud, además de ilegal, es lesiva de derechos fundamentales. El nombre no es un capricho: es una expresión de identidad, de historia familiar, de libertad personal. Impedir su expresión es una forma de violencia burocrática.
Más allá del procedimiento, el nombre y el apellido representan un vehículo de memoria. Una familia puede decidir rendir homenaje a sus ancestros manteniendo vivas sus denominaciones. Así lo hizo Roma, donde ciudadanos notables como Marcus Tullius Marci Filius Cicero cargaban con un nombre tan extenso como su linaje. Hoy, quien desee llamar a su hijo “Juan Pedro Leandro Santiago Lucas Andrés” está plenamente facultado para hacerlo, aunque deba aceptar el reto de convivir con ese extenso legado.
El derecho al nombre y al apellido no puede estar sujeto al capricho de un funcionario, ni limitado por estigmas sociales. Es un derecho originario, anterior incluso a la nacionalidad. Permitir su ejercicio libre y respetuoso es condición para una ciudadanía plena.
Quien no puede decidir cómo se llama, no puede decidir plenamente quién es.
Salomón Enrique Ureña Beltre.